De Bianchi a Riquelme, de Lilita al FMI: Macri se mueve entre la audacia y la necesidad

Diego Maradona, Carlos Bianchi, Juan Román Riquelme. Pocas personas irritaron tanto a Mauricio Macri como ellos. Hubiera preferido no volverlos a tratar en la vida. Sin embargo, cuando los necesitó, los llamó. Al Diez, en un sinfín de idas y vueltas, como jugador, primero, y manager, después. Al entrenador, cuando -a algo más de un año del célebre desaire en la conferencia de prensa-, lo buscó para reemplazar el infortunado segundo paso de Oscar Tabárez por La Boca y cerró, en 2003, uno de los años más memorables para el pueblo azul y oro: campeón local, de América y del mundo.

En 2007, recurrió a Román, aun con el recuerdo fresco del “Topo Gigio desafiante que el crack le ostentó a Bombonera llena (“Riqueeelmeee, Riqueeelmee , el salmo entonado, con dedicatoria, en el templo). Lo rescató de su ocaso en el Villarreal con un contrato inusualmente alto para sus austeras gestiones (US$ 2 millones por un semestre) y coronaron esa reconciliación con la Copa Libertadores de 2007, conquistada pocos días antes de la primera elección de Macri como jefe de Gobierno porteño.

Durante años, Elisa Carrió dijo de todo sobre él. Lilita es, hoy, su aliada política más estable -si es que puede aplicarse ese término con ella- y, difícilmente, Macri -alguna vez, socio político del “liberalote Ricardo López Murphy- hubiera llegado a la Casa Rosada sin ese entendimiento con la chaqueña. Muchos lo presionaban para que pactara con los generales de tropas perdidas del peronismo anti-K. Como en 2011, cuando -ya públicamente lanzado en la carrera presidencial- prefirió postergar el proyecto y competir por otros cuatro años en la Ciudad. En 2015, desestimó la pata peronista –de cualquier pelaje- y optó por apoyarse en el viejo tronco radical.

Pese a la rigidez que suele mostrar en muchos aspectos –por caso, su método de gestión o sus elecciones económicas-, llegado el caso, Macri también es capaz de exhibir un pragmatismo político frío, racional, que va más allá de lo personal. Que, a simple vista, ofrece más costos que beneficios (al menos, para él). Pero, a la larga, terminan rindiéndole.

En una muestra de realpolitik económica, ahora, decidió dar un paso clave para evitar la magnificación de una crisis con más reminiscencias al Tequila que al temido 2001. Recurrió al villano favorito, al demonizado chivo expiatorio en el que los argentinos eligieron, históricamente, para cargar las culpas de sus males. Sin ingreso de dólares visible en el horizonte, quedaban pocas ventanillas disponibles. Muy pocas. El Fondo Monetario Internacional era, en este caso, la opción racional. Pero con un costo irracional, como casi todo en la política, un campo fertilizado de gestos, sensaciones y percepciones. Eligió pagarlo él, poniéndole la cara al anuncio.

Nadie le pide al FMI cuando las cosas le salen bien. Los últimos 10 días desnudaron la vulnerabilidad de las Macrinomics a la volatilidad externa. La Argentina tiene un problema estructural: demanda muchísimos más dólares de los que genera. En 2017, el déficit de cuenta corriente fue de US$ 30.000 millones, el doble que en 2016 y, no casualmente, lo mismo que se solicitará al organismo. La mayoría de los fondos que ingresan al país son para financiar el gasto público, cuyo déficit se eligió atacar con una lima, en vez del serrucho.

El Gobierno cruzó el Rubicón. Mejor dar el mal trago ahora, que más adelante, cuando se acerquen las elecciones y, con problemas amplificados, no haya más segundos semestres a los cuales esperar. El Macri público se hizo con gestos y decisiones que, en la mayoría de los casos, fueron contra el manual. Ahora, fue frío, práctico, para bajar la cabeza y golpear una puerta que es la del Infierno, para el imaginario popular. ¿Acto de audacia? ¿O de extrema necesidad? ¿Ambas? El tiempo -como en todo- dirá. Alea jacta est.

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