

Madrid ¿Cuánto versiones de Lula cohabitan en la piel del presidente brasileño? La pregunta surgió el pasado miércoles, mientras el propio mandatario, hablaba ante la prensa y los ministros españoles en el Palacio de la Moncloa, donde concluyó su reciente gira europea empujando, con más fe que resultados, una gestión de paz para poner fin a la Guerra en Ucrania.
Por lo menos son dos, el Lula que surgen ante los ojos de aquellos que siguen de cerca la actualidad brasileña y su derrotero, desde la pobreza más auténtica hasta el parnaso cada vez más diminuto de los estadistas, donde ocupa un lugar, y el otro, que no cesa en poner a Brasil en el lugar que le corresponde geopolíticamente.
El primero, el presidente por tercera vez que recibió un país diezmado institucionalmente, con una economía estancada y después de seis años de retroceder en lo social. Es el mismo presidente, débil políticamente, al tener que gobernar en minoría, negociando cada una de las leyes y forzado a una gestión, diametralmente diferente a la que había encabezado entre 2003 y 2011.

Este gobierno es una alianza en la que cohabitan socialdemócratas, izquierdistas y liberales, bajo el paraguas de valores democráticos y la defensa de las instituciones, seriamente afectadas durante los cuatro años de bolsonarismo. Después de sortear el conato de golpe de Estado, en las primeras horas de su gobierno, en enero último, Lula y su equipo se dedicaron a acomodar la administración, a reparar lo destruido y reconstituir los programas sociales. O sea, preparándose para cuatro años que no serán para nada fáciles y en los que tendrá que sortear todo tipo de obstáculos, con el arma que el exlíder sindical mejor esgrime: el pragmatismo.
El otro Lula, el que sale por el mundo a recomponer la "marca Brasil". Poniendo a funcionar nuevamente a Itamaraty, reconocida como una de las mejores cancillerías del mundo, en función de los intereses brasileños. Ahí es donde aparece el Lula más genuino, el más auténtico.
El que privilegia a sus socios regionales (de ahí su primera visita a Argentina), llegando a Beijing para incrementar las inversiones chinas en el país o a ahora a Europa, por donde pasó con la intención de preparar el terreno para que se firme de una vez el acuerdo Mercosur- Unión Europea y para aclarar cuál es si intención cuando sostiene que la guerra fue buscada tanto por Moscú como por Kiev.

Con la vehemencia que lo caracteriza, con el ahínco del que siempre pujó desde los fondos mismos de la escala social hasta llegar a lo "imposible", Lula jura que va a trabajar por esa paz entre rusos y ucranianos, aun cuando hoy sea "el único que habla de paz, porque todos hablan de guerra..."
Evidentemente, Lula está de vuelta, y de ahí su eslogan de la hora: "Brasil volvió". Y esa recorrida que, según anunció aquí, seguirá por París y por Bruselas en las próximas semanas, aparecen como puntos de la misma estrategia: recomponer las alianzas internacionales que, además de ser, le permitan ampliar, mínimamente, su acotado margen de maniobra interno.
Por eso levanta la voz y la emprende contra las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, al recordar que "surgió de un esquema geopolítico surgido de la Segunda Guerra Mundial y el mundo hoy es otro, muy distinto". Por eso se pone al frente y en soledad, por la paz y en pos de crear "una moneda para los países que integran el BRICs" y dice lo que otros callan, porque no pueden articular ideas o por conveniencia.
¿Cómo van a impulsar una gestión de paz desde la ONU si todos los integrantes del Consejo de Seguridad son fabricantes de armas? Se preguntó el brasileño, mirando a los ojos al jefe de Gobierno español, Pedro Sánchez, quien cumplió religiosamente con su cuota de armamento en los hangares ucranianos.

"Ahora no importa quién empezó primero, lo que importa es que no muera más gente, hay que parar la guerra. Yo no era presidente cuando comenzó, de haberlo sido, hubiese hecho lo mismo que ahora para haberla evitado", insiste Lula, en esa soledad que, hasta, podría llegar a conmover si no se tratase de un negociador serial, como en su caso.
Ese, el Lula más genuino, a diferencia del presidente experto que no pudo aprovechar el envión de aceptación que le había generado aquel ataque al Planalto o el que se ve obligado a poner toda su energía y talento en contener a su variopinta coalición y tratar de acordar con una oposición que no le dará tregua. Es el que suele esgrimir todo su bagaje de recursos para trabajar por la paz y prometer "salvar al Amazonas", el que promete alianzas comerciales para "volver a acabar con el hambre en mi país", el mismo que asegura que no es necesario ganar y refuerza la consigna hurgando en su fantástica biografía:
"Salvando las distancias, cuando era sindicalista yo fui también a una huelga pidiendo el 80% de aumento y me quedé sin nada. No importa perder la guerra si el acuerdo es bueno para las dos partes..."
Y es esa voz que ya no tiene el brillo que ostentaba en el Estadio de Vila Euclides, allá por marzo del 79, cuando llamó a la huelga de los metalúrgicos contra la dictadura militar, advierte ahora que el mundo está en peligro, que el fascismo avanza en diferentes partes y que "hay que encontrar soluciones entre los países que puedan colaborar".
Esa empresa que arrancó en soledad, la de la paz, no parece amedrentarlo. Todo lo contrario. Asegura que la política "no es cuestión de algoritmos", sino una actividad que consiste "en encontrarse con el otro, apretarle la mano, mirarlo fijo a los ojos (como lo miró a un Sánchez al borde la fascinación), discutir hasta alcanzar el mejor acuerdo para todos".
Será muy difícil aventurar cuál será el final de este tercer acto del Lula gobernante en Brasil. Ahora, el regreso de ese, el otro Lula, el adicto a la negociación, el fanático del accionar político como única arma para mejorar el mundo, al que líderes de distinto pelaje (desde Joe Biden a Xi Jinping) decían extrañar y hasta celebraron su triunfo, regresó intacto. Al menos es lo que lo dejó ver a su pasó por aquí. Eso y la sensación de que se lo había echado mucho de menos.



