Según la UNESCO, el mundo necesitará más de 40 millones de nuevos docentes en los próximos años. En América Latina, la cifra asciende a 3,2 millones, y en Argentina cerca del 40% de las vacantes corresponde al nivel primario. Son números que nos obligan a mirar de frente una crisis silenciosa: cada vez menos jóvenes eligen enseñar, y cada vez más maestros sienten que su tarea se vuelve inabarcable, desafiante y poco reconocida.

En este contexto, la irrupción de la inteligencia artificial plantea una pregunta urgente: ¿quién enseñará en el futuro? Y, sobre todo, ¿qué lugar ocuparán los humanos en una educación atravesada por la tecnología?

La inteligencia artificial representa una enorme oportunidad, pero también un gran desafío. Puede enriquecer los procesos de enseñanza y aprendizaje, aunque hay que poner atención en una integración responsable, ética y con criterio pedagógico y significativo. No hay que confundir asistencia con sustitución y allí está el mayor riesgo.

La IA puede ayudarnos a automatizar tareas repetitivas o a ofrecer nuevas formas de personalizar el aprendizaje, pero no puede reemplazar el vínculo humano.

Nunca vamos a poder sustituir la criticidad y la significatividad del encuentro entre personas. Enseñar no es transmitir información: es leer un estado de ánimo, acompañar una duda, mirar a los ojos. Es recibir a los chicos en la puerta del colegio y percibir, casi sin palabras, quién necesita una palabra amable o quién trae una preocupación de casa. Es esa trama de humanidad cotidiana la que da sentido a la escuela, y la que ninguna máquina puede replicar.

En tiempos en los que muchos adolescentes buscan en herramientas como ChatGPT respuestas emocionales que antes compartían con adultos de confianza, el rol docente y de los equipos de orientación se vuelve aún más esencial: son ellos quienes pueden devolverle a la palabra y al encuentro su valor frente a la inmediatez tecnológica.

A veces se piensa que incorporar tecnología es suficiente para modernizar la educación, pero el bienestar docente sigue siendo el corazón del cambio. Las escuelas que mejor funcionan no son las que tienen más dispositivos, sino las que logran construir una cultura del bienestar: donde los maestros se sienten cuidados, escuchados y parte de un proyecto común. Nadie puede enseñar lo que no experimenta. Si queremos escuelas sanas, necesitamos docentes que también lo estén.

Por eso insisto en que la IA debe ser una aliada, no una amenaza. Puede liberar tiempo de tareas administrativas, ayudarnos a analizar datos o diseñar estrategias de enseñanza más personalizadas. Pero para eso necesitamos formación profesional constante. Falta mucho en ese sentido. Incluso, los docentes jóvenes, que suelen tener más habilidades en redes sociales y usan la tecnología en su vida cotidiana, no necesariamente saben aplicar la tecnología en el aula.

Por otro lado, docentes con más experiencia pueden sentirse abrumados por los cambios. La brecha no es solo tecnológica: es emocional y pedagógica.

Adaptarse no significa perder la esencia. Significa reconocer que los cerebros aprenden distinto, que los tiempos de atención cambiaron, y que la escuela necesita encontrar nuevas formas de enseñar y evaluar. Pero, sobre todo, significa reafirmar que la educación sigue siendo un acto profundamente humano.

El desafío está en construir puentes entre las personas y la información, para así generar estrategias que provoquen experiencias que nos lleven a desarrollar o poner en juego habilidades y competencias.

Siempre me gusta usar como ejemplo la escena de la consulta médica: prefiero un médico que tenga acceso a millones de casos por IA, pero que me mire la cara y me escuche. La IA no me va a curar. Lo mismo ocurre con los maestros. Podemos tener algoritmos que diagnostiquen dificultades o plataformas que sugieran ejercicios, pero el gesto que marca la diferencia sigue siendo el de una persona que mira, escucha y comprende.

La verdadera revolución educativa no está en la tecnología por sí sola, sino en el vínculo humano que sostiene cada aprendizaje y cómo esas herramientas tecnológicas pueden ayudarnos a potenciar los intercambios en esos vínculos.

Si los alumnos solo consumen datos, como sociedad habremos perdido algo esencial: la curiosidad, la empatía, la creatividad. Enseñar, al fin y al cabo, es un acto de esperanza. Y esa esperanza, por ahora -y ojalá por mucho tiempo-, sigue teniendo rostro humano.