En la Argentina, las crisis económicas generan un fenómeno colateral indeseado: son tan reiteradas sus causas y las recetas usadas para enfrentarlas, que producen en la sociedad una suerte de inmunidad. Es algo similar a lo que pasa con los antibióticos, que de tanto apelar a ellos, hay pacientes a los que ya no les hace el efecto deseado.

Hablar simplemente de equilibrio fiscal, por no ir a conceptos más duros como ajuste o crecimiento de la carga impositiva para equilibrar los gastos, se han vuelto frases huecas. Hasta ahí uno puede encontrar algunas explicaciones, porque en las últimas décadas las políticas pendulares han armado y desarmado esfuerzos de todo tipo y color.

Lo que llama la atención es que pase algo por el estilo en la lucha contra la corrupción. Las denuncias son vistas por la sociedad como parte de una guerra de facciones, en la que nadie es inocente. Por el contrario, se presume culpabilidad. El descrédito no proviene de una crisis, sino del desgaste de un poder del Estado, que aceptó a lo largo del tiempo ser sometido por la política, y convivió con ella sin importar sus consecuencias institucionales.

Las escuchas telefónicas que revelan el entramado urdido para complicar al fiscal Carlos Stornelli, quien lleva adelante la causa de los Cuadernos, corren el riesgo de ser naturalizadas como si se tratara de una acusación más de un delito más. Pero no lo son. Sancionar la corrupción va a ser un hito institucional, como lo fue el Juicio a las Juntas. Pero para que sea así, la sociedad debe comprometerse a sacar a la Justicia del péndulo argentino.