La Argentina, se sabe, es un país extraño por muchas razones difíciles de explicar a los ciudadanos de otras latitudes. La sociedad eligió en 1989 a un caudillo populista, riojano y de patillas folclóricas como Carlos Menem para iniciar una revolución privatista y neoliberal. En el 2003, esa misma sociedad eligió para protagonizar una revolución populista a un matrimonio de dirigentes (Néstor y Cristina Kirchner) que se enriquecieron como emprendedores inmobiliarios. Y ahora elige a un dirigente formado en el vientre de una corporación privada, hijo de un empresario inmigrante y educado en un colegio de elite como el Cardenal Newman para hacer una revolución de Estado.

Con esos antecedentes, nada menos, a Mauricio Macri le toca el desafío de recuperar el Estado en sus funciones básicas de alimentación, de salud y de educación. El de rearmar una infraestructura vial, ferroviaria y de servicios públicos. Es una paradoja más de ese gran misterio en el que se transformó el destino nacional.

La sociedad argentina le dio ese mandato a Macri por una razón muy simple. El Estado porteño, que gestionó el empresario Macri, resultó más sólido y contenedor que el ominoso Estado bonaerense que gestionó su rival, el dirigente kirchnerizado Daniel Scioli. La definición política más importante que pronunció ayer la flamante gobernadora de la provincia, María Eugenia Vidal, no sale de los libros de Guy Sorman ni de los de Ernesto Laclau. "La mitad de la población bonaerense no tiene cloacas", dijo la chica que le ganó a Aníbal Fernández. Cero ideología. Ciento por ciento sentido común y prioridad clara en las necesidades básicas insatisfechas.

Macri se lanza al desafío de resolver las materias pendientes del país adolescente. Desarmar el cepo al dólar y armar el tipo de cambio unificado. Bajar la inflación y subir las reservas del Banco Central. Achicar el déficit fiscal y aumentar la inversión en programas sociales. Hacer más escuelas, más hospitales, formar más policías y reducir los robos y las muertes. Hoy temprano habrán acabado el baile de celebración y la fiesta de la transición del poder que, afortunadamente, terminó en paz. La Argentina se abrirá al nuevo gobierno en toda la dimensión de sus heridas y en el tobogán siempre vertiginoso de su dramatismo. Al Presidente le queda por delante la misión de gobernarlo sin que el fracaso y el dolor vuelvan a acechar al final de cada década.