

Cada tanto, en alguna reunión con directivos de Recursos Humanos o en una presentación ante ejecutivos, aparece la pregunta, casi con tono de provocación: "¿Y todavía tiene sentido que aprendamos inglés, con todo lo que traduce la inteligencia artificial?" Lo interesante es que casi nunca lo preguntan en serio. En el fondo, saben que sí. Pero quieren saber por qué.
La escena se repite: una empresa que busca internacionalizarse, o que ya trabaja con proveedores, clientes o equipos en el exterior, decide invertir en capacitación lingüística. No tarda en surgir el debate: ¿vale la pena formar a los empleados en inglés si podemos resolver las traducciones con una app, con subtítulos automáticos o con asistentes de voz? La tentación de delegar todo en la tecnología es comprensible, pero también es limitada.
Hablar inglés -realmente hablarlo- no es solo traducir palabras. Es pensar con otro ritmo, entender referencias culturales, captar matices, leer entre líneas. Es saber cuándo un "Sounds good" es entusiasmo genuino y cuándo es una forma amable de decir que no. Es comprender que en una reunión con socios asiáticos, europeos o estadounidenses, el inglés es el punto de encuentro, pero también el terreno donde se negocia poder, confianza y visión. No hay traducción automática que reproduzca eso.

Muchos profesionales hoy pueden leer un informe o entender una presentación en inglés gracias a la IA. Pero otra cosa es escribir un mail convincente, exponer con claridad una idea en una reunión, o reaccionar en tiempo real ante una pregunta inesperada. Y otra cosa -más difícil aún- es lograr que del otro lado sientan que uno está verdaderamente presente, atento, comprometido. Eso no se traduce: se construye con lenguaje real, con escucha, con intención.
La IA traduce, sí. Y cada vez mejor. Pero no tiene criterio, ni contexto, ni olfato comercial. No sabe si estamos ante un cliente potencial o ante un aliado estratégico. No distingue ironías, ambigüedades, dobles sentidos. No entiende que, en algunos negocios, cómo se dice algo importa tanto como lo que se dice. Y que un silencio, un acento mal puesto o una palabra fuera de lugar puede arruinar una relación que costó años construir.
Aprender inglés no es resistirse al futuro. Es prepararse mejor para habitarlo. Porque incluso en un mundo hiperautomatizado, quienes dominan el idioma siguen teniendo una ventaja clave: entienden más rápido, se comunican con mayor claridad, y pueden actuar con independencia. Y eso, en el mundo laboral, es poder. Poder decidir, poder liderar, poder representar a una empresa en el exterior sin necesitar un intermediario digital en el medio.
En las empresas, el inglés no es un lujo ni un beneficio accesorio. Es una inversión directa en competitividad. Y si la IA nos ayuda a repasar vocabulario o a corregir errores, bienvenido sea. Pero reducir el aprendizaje del idioma a una función que "ya puede hacer una máquina" es no entender de qué se trata realmente el juego.
El idioma, en definitiva, sigue siendo humano. Y en los negocios, como en la vida, las mejores decisiones se toman entre personas que pueden mirarse a los ojos y entenderse sin necesidad de traducción.


