Estatizar o no estatizar, esa es la cuestión

Es posible que un sector de la ciudadanía conciba la imagen shakespereana de Alberto Fernández ante el dilema "estatizar o no estatizar" la red eléctrica del área metropolitana, escoltado de algunos funcionarios que tienen la armadura calzada para ir por todo. Pero esas figuras corresponden más al imaginario de almas con incertidumbre que a una disyuntiva real del gobierno nacional. Disponer de al menos u$s 5000 millones para reincorporar al patrimonio público esas redes de distribución, sería un cometido tan complejo como los eventuales atajos supuestamente más económicos.

En realidad, el gran desafío del momento es cómo sostener inversiones sin que los usuarios paguen más caro el servicio. La misma angustia oficial que se replica en otras áreas energéticas, como el gas o los combustibles.

El servicio eléctrico en esta área tiene deficiencias que para algunos intendentes del Gran Buenos Aires son producto de la irresponsable desinversión de las distribuidoras, en particular en el área sureña. Para Edesur -cuya visión no difiere esencialmente de la de Edenor en estas cuestiones- hay obras pendientes, pero porque las comunas no cumplieron con su obligación de mejorar la infraestructura, facilitando el tendido a barrios populares. Amén de la millonaria deuda de la gobernación y de las comunas por los consumos de barrios vulnerables, que deben pagar esos estados.

La insinuación que hicieron algunos intendentes de reestatizar el servicio de distribución en esta área como presunto castigo a la operadora privada liderada por la italiana Enel y recuperar la gestión pública con el propósito adicional de bajar tarifas no parece una propuesta muy consistente en este marco. Ni da la impresión de haber sido analizada muy al detalle.

Es totalmente legítima la aspiración de que el país tenga servicios básicos en manos de empresas estatales eficientes y de administración transparente, que garanticen el acceso universal. Sólo que para llegar a ese punto habría que atravesar un río muy fangoso, al menos en este caso.

Antes de que se aplicara la última revisión tarifaria integral (RTI) instrumentada a partir de 2017, cada empresa tenía un valor estimado groseramente por fuentes allegadas al tema de u$s 2000 millones que, luego de los ajustes tarifarios, podría haberse reforzado en unos u$s 500 millones más. Algo menos para la sureña.

Un rescate de la concesión que evite pleitos futuros, tal vez implicaría para el erario desembolsar una suma de dólares imposible en plena crisis fiscal. La otra forma prevista para una rescisión unilateral sin costo es que las compañías tengan multas equivalentes al 20% de su facturación anual, algo a lo que no se arrimaron ni en las peores crisis.

Finalmente, un atajo legal posible es que el Estado compre a bajo precio las acciones que los operadores privados deben ofrecer al mercado luego de que transcurrieron cinco años de la última RTI. Esto se cumpliría en febrero de 2022, pero requiere preparativos previos a iniciar muy pronto. De no mediar cambios tarifarios imporantes, el Estado podría alzarse con esos títulos por poco, ya que con las tarifas actuales las empresas están lejos de cubrir los costos operativos sin la ayuda estatal: con un flujo de fondos futuro magro en términos relativos, valen menos.

Ambas distribuidoras están obligadas por contrato a realizar esa oferta pública, en la que podrían participar como oferentes. Pero si el negocio es poco atractivo, pueden abstenerse, dejar que compre el Estado (¿tal vez por el valor simbólico de un dólar?) y luego reclamar judicialmente porque se consideran expropiadas. Una chance.

Claro que esta eventual vía de recuperación puede diluirse si la RTI realizada bajo la administración macrista se invalida, como propone el ente regulador. Otra opción.

A estas fundadas especulaciones se le añade una realidad probada con números: el Estado hoy paga alrededor del 60% del costo mayorista de la electricidad para evitar que el traslado pleno de lo que vale ese insumo a las boletas de los consumidores finales catapulte el precio a un nivel insoportable, en particular en pandemia.

La última ampliación presupuestaria dispuso $ 205.971 millones para los subsidios a la energía, de los cuales $ 171.035 millones correspondieron a Cammesa, la administradora del mercado mayorista eléctrico, para paliar el déficit del sistema. Las distribuidoras no recaudan lo suficiente para pagar la electricidad, cuestión estructural a la que en los últimos tiempos se añadió la mora.

En algún sentido es como una estatización de facto pero a mitad de camino, que consolida el papel de gerenciadoras del servicio que tienen las empresas privadas. No por minimizarlo. Sí por justipreciarlo a la hora de especular sobre un eventual nuevo esquema.

Recuperar para la órbita pública cualquier servicio privatizado implica disponer de fondos para invertir y capacidad para gestionar con el norte de dar la mejor prestación al menor costo. No sólo para los consumidores sino para todos los contribuyentes, en particular cuando las finanzas públicas se soportan en un sistema tributario regresivo.

El desafío puede ser mayor que disciplinar a cualquier concesionario díscolo y voraz y la administración oficial no da ningún indicio de trabajar en aquel sentido.

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