A Macri le bajaron el pulgar por "falta de audacia". A Milei le bajan el pulgar por "sus formas". Lo cierto es que en este país hay un 30% de votantes que se define como antiperonista, pero que, en la realidad de los hechos, son más peronistas que un bombo y choripán.

Si no fuiste a votar, sos peronista y tuviste lo que buscabas: un triunfo peronista. No digo que esté mal, simplemente reconozcan lo que son a la hora de votar. Independientemente de los méritos de una gestión macroeconómica como la actual, que logró articular un ancla cambiaria, un ancla monetaria y un ancla fiscal, en Argentina todo se derrumba si no existe un ancla política.

Lo demás deja de importar y el país puede implosionar con rapidez, aun cuando la gestión económica muestre consistencia en términos generales. La explicación está en la fenomenal bipolaridad de una porción del electorado: un 30% que a veces vota liberalismo, otras veces comunismo, y que en realidad refleja una frustración crónica frente a ochenta años de errores acumulados.

Esa frustración es legítima: todo argentino tiene derecho a sentirse así porque, aun con una gestión puntual que merezca reconocimiento, la historia de fracasos pesa más y habilita siempre la crítica.

Es justamente ese grupo pendular el que termina marcando la diferencia entre los aciertos relativos de un gobierno y la pesada herencia de un país que arrastra décadas de mediocridad, fragilidad y escasa capacidad de crecimiento.

En esa tensión se expresa su voto, y de allí nace su inevitable bipolaridad política. Esta bipolaridad política se ha transformado en un clásico para los mercados financieros internacionales. Cada vez que se aproxima una elección en la Argentina, el evento promete convertirse en otro cisne negro para un mundo que ya comienza a acostumbrarse a la fenomenal incertidumbre política que caracteriza al país.

En este contexto, gane quien gane, resulta inviable que fluyan inversiones internacionales con la intención de proyectar negocios de largo plazo: simplemente, en la Argentina el concepto de largo plazo está anulado por una sociedad que en un ciclo puede optar por comunismo y en el siguiente abrazar al liberalismo.

Con semejante nivel de aleatoriedad e incertidumbre, se vuelve imposible construir algo contundente y duradero en este país y así la venimos remando desde 1930 y las consecuencias son la generación de una sistemática dinámica de pobreza para un país que podría haber sido Australia.

Claramente no somos un país normal, porque en un país normal, gane quien gane, los consensos básicos que marcan un sendero de largo plazo no se discuten.

En la Argentina sucede exactamente lo contrario: si triunfa el peronismo, giramos hacia la izquierda; si gana el no peronismo, intentamos "con vergüenza", movernos hacia la derecha. Lo irónico es que, aun así, nunca terminamos de definirnos.

Queremos ser Cuba, pero cuando casi llegamos, decidimos dar marcha atrás y girar hacia el otro lado. Queremos ser Australia, pero cuando el rumbo se acerca a dicho destino, retrocedemos y volvemos a coquetear con Cuba.

Somos únicos en el mundo y esa tan peculiar pendularidad nos convierte en estúpidos. La sociedad argentina es una máquina de perder oportunidades porque desde hace un siglo amagamos a ser Cuba sin querer e intentamos converger a Australia sin parecerlo.

Y ahora, otra vez, cuando parecía que nos encaminábamos hacia la derecha, reaparecen las dudas, las frustraciones, las caras largas y las quejas. No sabemos distinguir entre las dificultades propias de la macroeconomía actual y las responsabilidades concretas de quienes nos trajeron hasta aquí. Se repite la misma historia, una y otra vez, en un país que el mundo entero percibe como un psiquiátrico a cielo abierto.