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El viejo poder sufre un cambio de época

La comparecencia de Sam Altman, CEO de OpenAI, ante el Congreso de Estados Unidos provee información relevante sobre las oportunidades y amenazas de la inteligencia artificial (IA). Pero adicionalmente pone luz sobre otro fenómeno profundo. Algo parecido a lo que ocurrió con la presencia de Mark Zuckerberg ante el propio Congreso en octubre de 2019; o al debate que emergió en 2020 con la búsqueda por parte de la Unión Europea de imponer tributos a las empresas 'aterritoriales'.

El fenómeno referido es el nuevo 'techo' del poder político en el planeta.

El poder político ha sido, desde que se creó el estado moderno, un vértice en la generación energía social. Por varias causas: la concentración de información por las autoridades, la disposición de recursos físicos y económicos, la participación de las figuras más calificadas en el pensamiento de la época, la legitimidad concedida.

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Pues parece que el siglo XXI está mostrando el inicio de una nueva era.

Si efectuamos un listado de los hechos más trascendentes en la Historia en el Siglo XX podemos incluir las guerras mundiales, la creación de la institucionalidad multilateral planetaria global, la formación de la UE, la caída del Muro de Berlín, la conversión de China al capitalismo (y su ingreso en la OMC). Pues si hacemos lo propio con los acontecimientos del corriente Siglo XXI debemos listar la evolución de las super-apps, la blockchain, la edición genética, la nanotecnología, la plataformización y las redes sociales, el big-data o la IA. Aquellos eran preeminentemente políticos (verticales) y estos son preeminentemente 'particulares' (horizontales).

Está cambiando de sede la principal usina generadora de acontecimientos mundiales trascendentes. Ahora los innovadores, inventores y disruptores van delante y el poder político viene detrás. Y viene atrás porque ha perdido un monopolio: ya no es el que más sabe, ni el que más puede, ni el que más asegura.

Es esa la imagen que surge de las recientes audiencias en el Capitolio. Cabe sólo interpretar esos diálogos: Altman explica y los legisladores atónitos intentan comprender.

No estamos ante algo ideológico. Ni siquiera de preferencias o postulados. Es sólo lo que ocurre.

Fue parecido cuando, ante la pandemia, las autoridades fueron detrás de los laboratorios por las vacunas y cuando las escuelas se mudaron urgidas desde sus edificios públicos a las plataformas privadas para lograr clases digitales. Y lo es cuando los reguladores quedan superados ante los 1500 satélites de empresas privadas que circundan el planeta (80% del total). O cuando las fronteras no pueden con las telemigraciones que perforan regímenes legales nacionales (P. Levels anticipa para 2035 en el mundo a 1000 millones de nómadas digitales), cuando la economía mundial genera creciente valor transfronterizo a través de flujos de datos que nadie puede medir eficazmente ("data is the new oil" o los datos son el nuevo petróleo, dice Bill Schmarzo) y cuando las empresas cada vez mas fácilmente arman o desarman plantas de producción y se mudan (friendshoring).

El divorcio entre el 'viejo' poder estatal nacional y la revolución tecnológica (que tiene en las empresas trasnacionales su actor crítico) no es ideológico, es de capacidades. La sociedad del conocimiento tiene en el capital intelectual (que no es físico) su mayor motor. Y ese capital intelectual es cada vez menos asible para las autoridades. Porque el saber es global y al no tener localización es menos controlable, es móvil y evoluciona constantemente (y no es compatible con rigideces burocráticas como las de las administraciones públicas).

Es asombroso constatar que la dinámica del progreso pone a la mayoría de las autoridades de todo el mundo detrás de los nuevos generadores. Y no los alcanzan. Quien sabe menos, puede menos.

Es probable que esta nueva circunstancia obligue a reformular el alcance de la (necesaria) autoridad. El poder debe redefinir su rol para "poder poder". Precisamente en el caso de la IA muchos temerosos están pidiendo ahora límites -o un orden. La pregunta para hacerse es si ello se obtendrá a través de las tradicionales regulaciones públicas impuestas desde las normas jurídicas. Hemos asistido en los últimos años a varias profecías de nuevos órdenes impuestos por los gobiernos que nunca llegaron a destino (recordemos las de un nuevo sistema financiero mundial tras la crisis de 2008). Y el problema no está en las intenciones sino en las capacidades. En la nueva era, el poder político puede menos.

Lo referido no es sólo un asunto global. Es apropiado también para el tiempo de debate que vive Argentina donde tantos pretenden que en la autoridad pública reside el remedio para todo: la evidencia muestra que hoy en día la mayor causa de las virtudes y de los remedios disponibles para los males están en otro lado.

Habrá que prepararse. Porque como lamentaba Mark Twain, las estadísticas son manejables pero los hechos son testarudos.

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