

Fue hace casi veinte años. En esa época yo cubría radicalismo y había un diputado por Catamarca que se llamaba José Furque. Gracias a eso conocí a su secretaria, que se contactó conmigo para pedirme un favor.
Tienen que venir a Catamarca. Violaron y mataron a una nena. Hay una sublevación social. Necesitamos, por favor, que manden a alguien me dijo.
Luego me mostró una foto casera, de esas que se hacían antes de la revolución digital, en la que se alcanzaba a ver una multitud interminable que marchaba entre las angostas calles cercanas a la bonita plaza central de San Fernando del Valle de Catamarca.
Tuve la suerte de convencer a mis jefes en Página 12 y me mandaron. El día que llegué había una marcha del Silencio, reclamando Justicia. Nunca me la voy a olvidar. En realidad no era completamente silenciosa. Es cierto que nadie hablaba ni se coreaban consignas ni sonaban bombos. Pero se sentían los pasos sobre la lluvia, que era torrencial. Eso no impedía que diez mil personas, empapadas, recorrieran la ciudad de Catamarca, encabezadas por la hermana Martha Peloni y por los papás de la víctima.
Diez mil personas en cualquier lugar son muchas personas. En Catamarca era una inmensidad de gente.
En ese momento, al igual que hoy, tantos años después, gobernaba Catamarca la familia Saadi. Esa provincia era uno de los feudos de la Argentina. La familia Saadi tenía tantos funcionarios en puestos clave del Gobierno y la Justicia como primos y hermanos tenía Ramón, el gobernador, que había heredado el trono de don Vicente, uno de los viejos zorros del peronismo.
El Gobierno se ponía muy nervioso frente a las marchas del silencio. Decían cualquier cosa. Que la chica asesinada en realidad se merecía lo que había pasado, que era medio liviana. Que la hermana Peloni era lesbiana. Que se trataba de un intento de golpe de estado. Que era una conspiración comunista. Que eran los gorilas del 55. Que era la reedición de la Unión Democrática. Que no se entendía el objetivo de las marchas porque ellos no habían hecho nada. Ensuciaban a la víctima y, luego, ensuciaban a los que pedían Justicia.
Y cada vez que hablaban, se juntaba más gente para la siguiente marcha.
Era una conmoción.
Era como si los líderes de esa provincia no pudieran entender lo que pasaba. Tan acostumbrados estaban a controlar todo, a digitar, a mandar sobre la vida de los suyos, que no entendían esa sublevación. Y entonces no hacían más que alimentarla.
Para quien quisiera oirlo hay veces que a los oficialistas eso les cuesta lo que pedía la gente era claro: saber qué pasó con ese asesinato y expresar su angustia por cosas que sucedieron antes y que temían podían seguir ocurriendo. Ese crimen, en algún sentido, fue un catalizador de muchas angustias.
La conmoción era tal que semana a semana las marchas se hacían más numerosas. Pero además, los medios nacionales desembarcaron en Catamarca durante meses, contando sus grandezas y sus miserias. Y entonces los Saadi ya no manejaban ni la provincia ni lo que se leía y escuchaba allí. Tanto esfuerzo en controlar los medios no había servido de nada: la información, en el peor momento, se escurría por todos lados, llegaba de diversas fuentes y eso los ponía más nerviosos, cometían errores infantiles, se arrinconaban solitos. Empezaron a circular infamias sobre los periodistas locales que se atrevían a contar lo que pasaba. Pero era un boomerang: eso solo incrementaba su prestigio.
La historia terminó un año y medio después del crimen de una manera muy democrática: perdieron las elecciones ellos, que las habían ganado siempre y tuvieron que irse del poder. Durante veinte años se resignaron a ser oposición. Hasta que una pariente de ellos, con el apoyo del kirchnerismo, que en 2011 estaba en su mejor momento, logró volver a la Casa de Gobierno. Una de las primeras cosas que hizo fue reivindicar la historia de su primo, el gobernador que perdió las elecciones por culpa de un silencio atronador.
Las marchas del silencio eran muy heterogéneas. Había religiosos y laicos, pobres y ricos, gente de izquierda y de derecha, seguramente vírgenes y prostitutas, oportunistas y personas heridas en su dignidad. Naturalmente, cuando se produce semejante terremoto social, todos se reubican, y los distintos sectores de poder especulan acerca de qué beneficios podrían obtener del río revuelto. Por eso, si alguien miraba con lupa las marchas podía encontrar detalles para ensuciarlas, o también podría inventarlos. Había gente que trabajaba de eso en Catamarca: de largar rumores, intrigas, amenazas para que las marchas se debilitaran o no se realizaran. En algún sentido, era gracioso ver cómo los Saadi justo ellos le exigían pureza absoluta a las marchas que pedían Justicia.
Tantos años después me sigue impresionando la manera sorpresiva en que puede reaccionar una sociedad, el efecto muy potente de ciertos hechos terribles para producir una protesta social masiva, y la espiralización que se puede generar cuando los líderes quedan perplejos, se sienten rodeados, y recurren a insultos, herramientas gastadas o picardías burdas.
Era patético oirlos ensuciar a la nena asesinada.
Algunas personas han descripto la marcha del Silencio que se realiza hoy como la continuidad de otras demostraciones conservadoras que se produjeron en la historia, desde 1945. Es una mirada posible. Otra, distinta, puede enmarcarla como una más de tantas marchas en las que la sociedad pide Justicia por un hecho inexplicable, especialmente frente a la frivolidad y las maniobras del poder para no investigar como se debe: en ese sentido, los antecedentes serían las marchas por AMIA, por Cabezas, por Cromagnon, por Kosteki y Santillán, por Once, por María Soledad Morales. ¿Hay alguna razón que legitime pedir el esclarecimiento de algunas muertes y no de otras?
Cuestión de opiniones.
La hermana Martha Peloni, que encabezaba aquellas marchas del Silencio, respalda también esta. La familia Saadi, en cambio, es aliada del Gobierno.
Los hechos históricos no siempre se repiten de la misma manera.
Pero, a veces, conviene mirarse un poco en su espejo.
Quizá ayude a entender algunas cosas.


