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Una nueva generación de dirigentes debe apostar a una economía menos pendular

En los últimos 50 años de historia económica, la Argentina ha padecido vaivenes de la más variada magnitud. Los años malos nunca llegaron solos: en casi todos los casos es posible identificar el impacto de un shock externo previo, llámese la disparada del petróleo en los 70, la suba de la tasa de interés a nivel internacional que causó una ola de moratorias de deuda en los 80, el efecto Tequila y los shocks asiáticos de fines de los 90 y los quebrantos financieros que disparó la crisis de las hipotecas subprime en 2008.

Como corresponde, muchas de estas situaciones fueron atemperadas por contextos temporalmente favorables, como el ciclo alcista de las commodities y la aparición de mercados externos que potenciaron la demanda de productos locales (como sucede con China y la soja). Sin embargo, la Argentina nunca llegó a construir un paraguas muy sólido. Atraviesa las turbulencias con la sensación reiterada que su problema no es la tormenta, sino el avión. Y así es como cada gobierno se ha embarcado en senderos diferentes, esperando encontrar una combinación que dé resultados. Con tanto cambio, lo que subyace es que si hay algo que no funciona, lo que corresponde hacer es abandonar la ruta y elegir otro piloto, o directamente otra nave.

Los ciclos de la economía pueden ser enfrentados de distinta manera, pero primero que nada hay que aceptarlos. Lo que falta para evitar la volatilidad de la política económica es conseguir un mayor compromiso de un conjunto de actores políticos y sociales, a favor de que haya reglas más permanentes y sustentables. Es hora de que una nueva generación de dirigentes gremiales y empresariales (sobre todo los que representan a las empresas argentinas chicas y medianas que han sabido conectarse con la innovación y el desarrollo sustentable) también se sume al desafío de hacer más estable el viaje y lograr que todos lleguemos a destino.

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