Qué vamos a hacer

Lo sabemos todos, pero volvamos a decirlo. Hay preocupación, o peor, miedo. El futuro amenaza, trae incertidumbre, hay fantasías de pérdida de trabajo y de deterioro social. Además, abunda el susto cotidiano, o la precaución, la sensación de que vivimos en peligro, de que son precisos cuatro ojos para evitar que se produzcan o se repitan los hechos tan temidos.

Pocos años atrás con $ 100 hacíamos una compra; hoy en día un viaje en taxi llega a esa cifra. No hay plata que alcance. La soberbia, la corrupción, la mentira del gobierno nacional sorprende y enoja. Resuena la pregunta: ¿qué va a pasar con la Argentina? ¿Qué va a pasar con nosotros? (Y en ese nosotros, si hay hijos, aparece la angustia: dentro de unos años, esos tan queridos, ¿podrán defenderse?).

En este cuadro hay trampa. Algo falla, o falta. No es que la descripción carezca de verdad, es que está determinada por una ausencia. Falta el protagonista, el actor, la persona a cargo. Falta uno, el muchacho o la chica de la película, el que mira, siente y quiere algo. Así presentadas, las cosas pasan, y parece no haber posibilidad de darles forma. Como si lo que sucede en un país sucediera siempre por destino o por azar, como si no hubiera una población de la que dependieran la mayor parte de las cosas que nos quitan el sueño. La gravedad del cuadro está aumentada por esa ausencia, por la anulación a la que el observador se somete tal vez sin darse cuenta. Cuando las cosas pasan más allá de cualquier posibilidad de incidencia o control, todo se vuelve más grave, peor.

Dicho con más claridad: no se trata de qué va a pasar con la Argentina, se trata de qué vamos a hacer. Sólo van a pasar las mismas cosas si no nos damos cuenta de que tenemos que hacer algo en relación con ellas. Y si no lo hacemos, en consecuencia.

En el credo escéptico el sujeto se pone al margen y hasta disfruta perversamente de esa pasividad. El sujeto ultrajado goza puteando o disfruta de su decepción, a la vez iluminada y frustrada, objetando y objetando pero nunca aceptando una invitación a hacer y menos tomando la iniciativa. El credo escéptico puede decir, con parte de razón: ¿qué puede una persona frente a tanto mal? El individuo es impotente, en su soledad y sus limitaciones, ¿acaso hay opción para las personas acorraladas en la situación social? El arrastre aluvional de la historia agrega patetismo y suma grados de impotencia: dada la determinación de un pasado tan relevante, ¿qué vamos a poder nosotros, recienvenidos? Las cosas pasan, no hay nadie que pueda hacerlas cambiar. ¿Qué querés que haga yo?

Es verdad que el individuo nada puede, en términos sociales. O casi nada, en realidad. Puede una cosa: juntarse. ¿Es poco? Es poco, si, pero es lo único. Y desde cierto punto de vista, más amplio, es mucho. Una idea o un deseo, encarnado en una mayoría, puede torcer el rumbo del abandono y aportar un movimiento de renovación y desarrollo. Puede permitirnos pasar de un mundo de mentira y desencanto a uno de intentos y de logros.

El individuo no puede nada, excepto desear, querer, y entonces ese individuo animado, que se desmarcó del fatalismo escéptico y del peso de la historia, que se anima a darse su lugar, crece y se vuelve poderoso. Esa nada se vuelve todo. Porque desde otro punto de vista, objetivo e inobjetable, sólo hay individuos. Siempre la realidad es considerada y actuada desde la perspectiva de una persona. La masa o el pueblo son instancias necesariamente fascistas porque en ellas se anula las personas. Las personas no anuladas, por el contrario, generan el sentido que dá vida a una sociedad, a un país. No hay país por amor de una bandera o una abstracción, hay país cuando hay sensibilidad que quiere vivir, individuos con emociones que se hacen cargo de sus vidas y se dan manija apoyándose en otros para poder juntos lo que todos necesitan.

Dado que vivimos en democracia y que nos parece, unánimemente, el mejor sistema posible, los cambios en la vida social se hacen por consenso, por suma de voluntades. La urgencia con la que querríamos resolver todos los temas no encuentra eco, pero el paso seguro, dado en el buen camino, es de un poder transformador que ese individuo atormentado no haría bien en desconocer.

Estamos en un momento clave, crucial, en una coyuntura única: hay elecciones nacionales en pocos días y hay una opción de cambio real. Podemos, si queremos, dar vuelta la página, pasar a otra cosa. ¿Seremos perfectos? No, pero podemos hacer una diferencia.

Pongamos nombres: hay que votar a Mauricio y dejar atrás la mentira y la ineficacia de 12 años de mal gobierno nacional. No creo en la objetividad equidistante que considera a los políticos como un conjunto unificado, ni creo que haya que mantenerse al margen. Precisamente de eso trata este artículo: de la necesidad de tomar la posición del desarrollo, del cambio, de mirar y decir lo que se ve, con claridad y como un llamado general a corregir el rumbo.

Hay que elegir a Mauricio, Gabriela y María Eugenia para no quedar apresados en la pobreza mental y emotiva de Scioli, Zanini, Aníbal. De su pobreza emotiva o de la falta de ley que los ronda, que tal vez son en el fondo lo mismo. Hay que optar: elijamos a quienes hacen realidades y no a quienes creen que decir suplanta a hacer. Optemos por la luz de un proyecto político que hace, consulta, habla, escucha, prueba, corrige, cuida, y desechemos la oscuridad de la política que impone, maltrata, oculta, roba, miente, descuida.

¿Qué va a pasar? Va a pasar lo que hagamos que pase. Sí, juntándonos, porque así se hacen las cosas en democracia. Es poco, pero es mucho. Hagamos que las cosas salgan como queremos. Votemos bien, hagámonos cargo, demos las batallas puntuales, cada uno en su rol, cada uno en su espacio social, para que todos estemos mejor pronto. Otros países lo han hecho, no veo por qué no vamos a poder hacerlo nosotros.

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