¿Qué significa seguridad regulatoria en Argentina?

En una entrevista reciente, el economista argentino más famoso por su contribución a la relación entre credibilidad y economía, Guillermo Calvo, enfatizó que los dilemas que ahora enfrenta la Argentina requieren transparencia y seguridad regulatoria para fomentar el ahorro, la inversión y la productividad. Señaló además que la seguridad regulatoria se obtiene con reglas claras y creíbles, especialmente en el largo plazo. Este diagnóstico creemos es compartido por una abrumadora mayoría de la profesión y de los hacedores de política actuales. Bajo la regulación K -caracterizada por una mezcla de populismo expropiatorio (congelando tarifas en una economía inflacionaria) y discrecionalidad para otorgar subsidios exorbitantes y discriminar inversiones según su antigüedad o tecnología-, no resulta sorprendente que se haya desplomado el nivel y la calidad de las inversiones en distintos servicios al tiempo que hubo un fuerte aumento de costos en la prestación de servicios de calidad cada vez peor. La identificación del modelo regulatorio K como la antítesis de la seguridad regulatoria, la eficiencia y la promoción de la productividad ha convocado masivamente a la búsqueda de la seguridad regulatoria para revertir la situación.
Ahora bien, más allá del consenso sobre el diagnóstico y las condiciones heredadas nos parece que se están plasmando ideas bastante equivocadas sobre lo que son reglas claras y creíbles en materia regulatoria. Un ejemplo es querer resucitar los incentivos a invertir manipulando los precios de la energía de modo de que los mismos no obedezcan a reglas claras como las que resultan de los precios de paridad internacional, o no provengan de mecanismos licitatorios o de mercado. Otro ejemplo es pretender que el maltrato recibido por varias de las empresas de servicios públicos debe ser ahora compensado con privilegios y promesas resarcitorias. Otro sería avanzar hacia una fijación tarifaria donde rápidamente se eliminen los subsidios (salvo los correspondientes a una tarifa social bien focalizada o externalidades ambientales concretas) y se aseguren ajustes permanentes para garantizar una rentabilidad razonable a los inversores.
El problema de estas opciones es múltiple: no sólo pretenden subsanar transferencias ya consumadas introduciendo nuevas ineficiencias en sentido contrario, sino que, fundamentalmente, no son ni claras ni creíbles.
Es que la seguridad regulatoria no significa en absoluto garantizar la rentabilidad de la operación de un servicio, o la recuperación de cualquier inversión realizada, incluso si ésta hubiera sido autorizada y su ejecución supervisada. Pretender asegurar a las empresas de todo riesgo conduce a la toma de decisiones ineficientes, aumentando los costos y por lo tanto las tarifas. Suponiendo que fuera un esquema creíble (esto es, que las empresas confíen en las promesas de rentabilidad realizadas), no necesariamente induce mayor inversión dado que contiene altos costos de transacción para auditar erogaciones, revisar la calidad en la selección y ejecución de inversión (además de su posterior mantenimiento), etc., admitiendo múltiples instancias de discusión y renegociación que se traducen en un riesgo elevado y una disposición a invertir igualmente relativa. Pero peor todavía, por todo lo anterior, el esquema no es creíble en el contexto actual en el cual la distancia entre las tarifas y los costos de provisión son en promedio siderales, y donde dichos costos no tienen relación tampoco con los valores eficientes que resultarían de un proceso competitivo dinámico.
Promesas de esta naturaleza, lejos de proveer seguridad regulatoria, serían una receta simple para un nuevo fracaso: transitar aumentos tarifarios que no inducen mayores inversiones ni mayor eficiencia por no estar fundados en reglas claras y creíbles, que la economía política luego de encargará de revertir, confirmando su escasa credibilidad inicial.
Es posible que el contexto actual no deje muchas alternativas reales para acertar una solución que aunque sea imperfecta resulte suficientemente clara y creíble. A nuestro juicio, tal solución requiere, en primer lugar, definir cuál es el punto de partida y cuál es el punto de llegada del nuevo sistema regulatorio al cual el país se dirige, previendo que el punto de llegada constituya un equilibrio sostenible económica y políticamente. No puede entonces soslayarse, respecto del nuevo equilibrio al que se apunta, qué precios serán regulados, cuál será la regla de fijación de precios y tarifas entonces, cuál será el mecanismo de intervención del Estado para contemplar aspectos sociales, externalidades y otras fallas del mercado, cuáles serán las instituciones, los procedimientos, etc. En el corto plazo, tomar decisiones que no instrumenten la transición entre la situación actual y la que se defina como ideal o meta, corren el serio riesgo de estar mal concebidas o en todo caso no ser creíbles ni promover decisiones constructivas en materia de inversiones y productividad.
Todavía, al día de hoy, no hemos visto que estos ingredientes formen parte de un esquema explícito ni a nivel del upstream hidrocarburífero, ni en cuanto al mercado eléctrico mayorista o en los segmentos de infraestructura. Esperamos ansiosos que emerjan de manera clara cuanto antes. Ya no es tiempo de sólo coincidir sobre la pésima gestión K en materia regulatoria, sino también de no errar en los aspectos centrales de su reversión definitiva.
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