Las instituciones, hoy más que nunca, importan

La catastrófica transición presidencial estadounidense ofrece en estos días una de las evidencias más palpables e indiscutibles de la incapacidad de las instituciones para afrontar riesgos jamás imaginados por quienes las diseñaron.

El asalto al Capitolio no puede reducirse a un episodio policial ni a un asalto de inadaptados sociales. Tampoco -como sugieren el presidente electo Biden y algunos de sus asesores- como a un intento de "autogolpe" de Donald Trump. Esas y muchas otras explicaciones similares tratan de minimizar el significado profundo del incidente, para bajar esa mezcla de miedo, indignación y protesta que en Estados Unidos y en casi todas las sociedades democráticas viene generando el nivel de confrontación y conflicto político alcanzado por las confrontaciones y luchas de poder.

Toda explicación que aspire a extraer verdaderas enseñanzas obliga a trascender el nivel de la anécdota y a ver algunos contenidos profundos de una crisis que es institucional, en el sentido más profundo de la expresión.

Acertaron, en efecto, quienes, a lo largo de estos meses pronosticaron, contra cierta tendencia dominante en la política y el periodismo, que los mayores desafíos que acarrearía la pandemia no serían sólo los económicos y sanitarios, sino sobre todo los institucionales. Una larga y prestigiosa serie de testimonios apunto a subrayar que todo trabajo de pensar y administrar el futuro debería comenzar por un trabajo incluso aún más profundo por diseñar y poner en marcha reformas institucionales ambiciosas y profundas.

Contra la verdadera conjura de presidentes, ministros, infectólogos y sanitaristas de todo el mundo que aconsejaban postergar cualquier otro tema no estrictamente vinculado con la salud o la economía, muchos economistas, juristas, filósofos y pensadores políticos insistieron en denunciar la estrechez de miras de los gobiernos y de los siempre obedientes comités de "saberes expertos" organizados en su apoyo

Señalaron la necesidad de aprovechar el componente de oportunidad que la crisis ofrecía, atendiendo a reformas que devolvieran a las instituciones la transparencia, representatividad, eficiencia y credibilidad perdida a lo largo de emergencias, discrecionalismos, ideologismo y politización. Abogaron por perspectivas de largo plazo, planificación estratégica, metodologías de focalización y, sobre todo, cambios de fondo en los principios, reglas, procedimientos y mecanismos de arbitraje institucional.

La pandemia no debía ser vista como una causa sino más bien como un epifenómeno más de una crisis más profunda, cuya raíz estaba en la incapacidad de las instituciones y políticas públicas tradicionales para afrontar los desafíos propios de una sociedad fragmentada, dinámica y de alta complejidad como la actual.

La presidencia norteamericana – esa verdadera monarquía electiva republicana cuyo desempeño a lo largo de dos siglos asombro a observadores propios y extraños, hasta convertirse en el paradigma de los poderes ejecutivos- ha tropezado con una crisis que la ha desequilibrado y paralizado. Está aún por verse el alcance general de la crisis y su contagio más que probable a otras instituciones de pareja importancia como el Congreso y la Justicia.

La "Presidencia Imperial" -como la caracterizo en su día Raymond Aron- es hoy una institución degradada y erosionada en su credibilidad. Con Trump alcanzó perfiles demenciales pero lo cierto es que sus males vienen de más lejos. Su legitimidad de origen viene siendo afectada elección tras elección por influencia de un sistema electoral opaco, vetusto e ineficiente. Su legitimidad procedimental acusa el desgaste de décadas de decisionismo y ejercicio desmesurado de los poderes de emergencia.

Cada decreto de necesidad de urgencia, lejos de fortalecer la autoridad presidencial, denuncia su intrínseca debilidad, su incapacidad para generar acuerdos y para construir confianza. La derrota sanitaria, económica y política electoral han sellado finalmente la suerte de su legitimidad de ejercicio.

Al igual que sus antecesores, Donald Trump subestimo la crisis de confianza y credibilidad institucional de su gestión. Dejo pendientes reformas impostergables, que van desde el sistema de salud, la tributación, la seguridad, la inmigración, la protección social, la prevención del crimen y el delito hasta aspectos claves del sistema financiero y el propio sistema político y electoral.

Sin ir más lejos, el Colegio Electoral y la supervivencia de 50 sistemas electorales diferentes han dejado de ser una antigualla simpática y se ha convertido en una bomba de tiempo que, finalmente, acaba de explotar.

De nada valdrán los mejores esfuerzos sin cambios de fondo en las reglas de juego. Nadie puede ya dudar de la incapacidad de la política para prever y diseñar por sí sola el futuro. Es por ello por lo que ha perdido también su capacidad para generar compromisos duraderos y para exigir a los ciudadanos sacrificios presentes en nombre de beneficios futuros. La medida de la confianza en un gobierno depende de su capacidad para transmitir un sentido claro y preciso de la dirección.

Si la pierde, la sociedad se repliega en la duda y la sospecha. Las sociedades actuales son sociedades dinámicas, cada vez más informadas y exigentes. Sociedades híbridas y conflictivas, reacias a acuerdos fundamentales y, por ello, menos solidarias, más desiguales y fracturadas.

El "miércoles negro" del Capitolio, eclosionaron décadas de decisionismo político y abusos institucionales, posibilitados por un sistema electoral atrasado y pensado para proteger a las oligarquías partidarias de los riesgos de una democracia abierta y participativa. Lo que está en crisis no son las reglas y los principios escritos en las leyes y las constituciones. Es algo mas profundo, referido a la confianza social en esas instituciones, a los hábitos de convivencia, a los compromisos que definen la cohesión social de un orden social

Tanto el mal como las posibles soluciones están en las instituciones. Las democracias actuales, aun las más consolidadas, experimentan los problemas propios de instituciones pensadas para otras épocas, en buena medida divorciadas de los valores que les dieron origen. Enfrentan, en consecuencia, problemas para los que no están preparadas. Si las instituciones democráticas pueden ser asaltadas con toda impunidad por quienes las gobiernan, es porque han dejado de gozar de la confianza activa de la sociedad.

Temas relacionados
Noticias de tu interés

Compartí tus comentarios

¿Querés dejar tu opinión? Registrate para comentar este artículo.