La implosión de la Justicia, un desastre que no es gratis en materia económica

La Justicia ha implosionado gravemente y sus esquirlas amenazan con destruir del todo no sólo la endeble institucionalidad de la Argentina, sino además la inserción del país en el mundo por reparos más o menos ciertos que pueda haber sobre su seguridad jurídica, dolor de cabeza que puede derivar de aquí en más en nuevas restricciones económicas que, finalmente, puedan terminar demorando el proceso inclusivo que el Gobierno jura que se va a generar buscando el objetivo de "pobreza cero".

 

Hay una evidencia: a la Justicia tal como se la ha conocido, la misma que corporativamente resiste su rediseño, se la han llevado puesta con los años una suma de factores, como resultaron ser las apetencias personales e ideológicas de políticos y jueces, la desidia orquestada para horadarla desde adentro y hasta las mafias que se han gestado en todos sus estamentos. Para peor, esta lenta y constante degradación incorporó desembozadamente a sus pasillos otros dos elementos externos que contribuyeron a minarla aún más, una serie de personajes casi siempre a sueldo de los gobiernos de turno o de los factores de poder, como son los llamados operadores judiciales o los servicios de inteligencia.

Lo cierto es que ha llegado el día en que a todo este escenario previo bien negro ya, la nefasta grieta le ha puesto una tremenda lápida encima. A estas alturas, el tema dejó de ser la investigación sobre jueces presuntamente corruptos o las horrorosas fallas en los procedimientos judiciales, sino que es el sistema en su conjunto el que está barranca abajo, casi destruido desde adentro hacia afuera por actores que priorizan sus credos o sus conveniencias personales por sobre los Códigos.

A esta feroz decadencia institucional se le ha sumado la gran división de la sociedad que dejó instalada el kirchnerismo, debido a la cual casi todos sospechan de casi todos: no hay decisión que tomen los jueces o nombramiento de magistrado alguno que hoy no sea pasada por el tamiz de las ideologías para sacar conclusiones públicas sobre la situación, con el único objetivo de llevar agua para cada uno de los respectivos molinos.

Si se lo mira desde la significación que toda esta situación tiene para el imaginario social está claro que de las graves esquirlas que dejaron con los años las políticas facilistas de diversos gobiernos de todos los colores, endeudamientos irresponsables incluidos, han quedado como testimonio vivo algo más que el deterioro de la calidad de vida de varias generaciones de argentinos. Aunque con esas llagas a cuestas, la experiencia indica que finalmente de la inflación se sale y de las recesiones también. Sin embargo, la primera reflexión que surge del modo en que los argentinos consideran por estos días el significado de su sistema de Justicia es que va a ser casi imposible para todos eludir la deflagración y sus consecuencias económicas y sociales, ya que ha impactado de lleno en uno de los pilares básicos de la institucionalidad: la confianza.

Esa notoria pérdida de respeto ha llevado a la sociedad a banalizar el funcionamiento de la Justicia. De allí, que cada argentino que se precie hoy se cree habilitado para opinar sobre causas, jueces y fiscales como si fuese un abogado de la matrícula. Y en tanto las redes sociales se hacen un festín a favor o en contra de tal o cual involucrado, los medios abundan en datos sobre procesos, prisiones preventivas, indagatorias y testimoniales y generalmente sobrevuelan los temas sin brindar demasiadas precisiones.

Tales superficialidades, alimentadas también por operaciones de todos los costados, generan en el imaginario colectivo la sensación de cosa juzgada, cuando aún no ha llegado el tiempo de las instancias que imponen condenas o absoluciones, la de los tribunales orales. La poca cultura judicial y las formas del vale todo son propicias para que los legos se formen una opinión ex-ante y para que todo fallo que contradiga ese punto de vista amasado durante muchos meses (o aún años) sea considerado amañado.

La sensación es que hoy, más que nunca, todo el sistema judicial está cuestionado por los cuatro costados, pero en función de la debilidad que han sabido construir durante tantos años sus propios actores. La pérdida del valor confianza ha dejado a la sociedad desnuda e indefensa, con ciudadanos que poco y nada quieren saber de un sistema obsoleto y pesado que casi siempre llega con sus remedios tarde y mal y que, en general, se muestra afín al poder o a la ideología de turno.

Ante tal descalabro, en la práctica y ya desde hace bastante tiempo, no sólo los delincuentes sino también muchos ciudadanos de a pie pasan de largo a la hora de acatar leyes que son administradas cómo se puede por un sistema judicial cada vez más débil. Ya no hay en la Argentina quien no se tiente a burlarlas, aprovechando todos los flancos que dan los Códigos y la vetustez de los procedimientos. La "anomia boba" de la que hablaba Carlos Nino.

No es extraño que buena parte de la ciudadanía piense de esta manera porque observa que los mismos actores de la política son quienes no dejan de opinar con la intención de inducirla, quienes le suman interrogantes o dejan trascender malestares con algunos fallos, meten púa constantemente y suelen decir medias verdades (medias mentiras). Los kirchneristas en general lo hacen victimizándose y denunciando persecuciones, pero también hay pillerías del otro lado.

Por ejemplo, en estos días la Corte acaba de fallar en materia de conformación de los tribunales orales, disolviendo nada menos el que iba a juzgar a Cristina Fernández, mientras que una Cámara no sólo le dio salida de la cárcel a los empresarios Cristóbal López y Fabián de Sousa, apropiadores del impuesto que cada consumidor pagó en su momento al pie del surtidor de nafta, sino que le cambió la carátula a la causa que los mantenía presos, en contradicción con lo que habían ordenado sus superiores de la Cámara de Casación. Fueron dos hechos que el Gobierno receptó con estupor y bronca y aunque hubo nuevos sorteos y apelaciones y las cosas se han ido encaminando otra vez, sobre el primero se expidió nada menos que Mauricio Macri, mientras que Elisa Carrió sugirió que en el caso Indalo hubo dinero de por medio.

En la misma semana en que se conoció el caso de Cambridge Analytica, la empresa que ha sido acusada de haber utilizado nada menos que 50 millones de cuentas de Facebook para ayudar a Donald Trump a ganar la presidencia de los Estados Unidos, no habría que desconocer que aquí, en el proceso de descrédito final de la Justicia argentina, han operado también a "full" las redes sociales, ejércitos de "trolls" de todos los colores que se especializan en exagerar, comparar peras con manzanas o directamente engañar. Es lamentable que muchas veces algunos medios se hagan eco de esas operaciones que atentan contra los ciudadanos que necesitan estar bien informados. En un sesgado informe sobre prácticas macristas, esta semana advirtió lo mismo Amnistía Internacional.

En este contexto, se presume que un ejército de detectives oficiales y privados, más militantes y difusores de todas las vertientes, agentes de inteligencia y curiosos de toda laya están investigando la actividad de Cambridge en la Argentina para saber para quién trabajó aquí la cuestionada empresa en las últimas elecciones. Seguramente el periodismo de calidad, el que tiene datos de primera mano, coteja fuentes e investiga de verdad, el mismo que hoy se refugia en el tradicional diario de papel, va a esperar a tener todos los detalles antes de publicar lo que le sea revelado.

Hay todavía una cuestión más que este proceso de envilecimiento de la Justicia le ha dejado como enseñanza a los políticos. Desde hace 70 u 80 años existe en la Argentina un mal terrible que va in crescendo y que estanca a su sociedad y le impide sacarse de encima los males que padece, sobre todo los de carácter institucional que la llevaron a equivocarse tantas veces en materia política y en su correlato económico. En su gruesa mayoría, el argentino medio se ha vuelto cortoplacista, superficial y egocéntrico y, por lo tanto, atiende a las modas antes que a fijar los horizontes y mira su propio ombligo antes que atender a la solidaridad. Su método es la indignación, el no diálogo, la victimización permanente y echarle siempre la culpa a los demás. Y cuando no tiene razón fuerza los argumentos o directamente miente para acarrear siempre agua para su propio molino.

Todo este comportamiento bien difícil y a veces inapropiado de la sociedad en que vivimos es fruto de la falta de un proyecto común, imposible de lograr sin un diálogo abierto que sintetice el parecer de la mayoría, pero también de la notoria falta de dirigentes que tengan visión propia, que se comprometan con los consensos a reconstruir lo destruido y que dejen de lado hacer lo que las encuestas les dicen que la gente opina que deberían hacer. Quizás esta crisis terminal de la Justicia ayude también a alumbrar a los nuevos líderes.

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