‘Good bye’, Cristina

Una de las narraciones más originales de la caída del muro de Berlín es, sin duda, la película Good Bye, Lenin. Cuenta la historia de una funcionaria del Partido Comunista que entra en coma días antes de la caída del muro, al ver que su hijo es reprimido mientras participaba en una manifestación opositora. Ocho meses después, se despierta en una sociedad que ya es otra. Su hija, por ejemplo, trabajaba para Burger King. Por recomendación médica, para evitarle un shock, su hijo intenta ocultarle los cambios, crearle una realidad ficticia, como si nada hubiera cambiado en su país. Eso resulta, naturalmente, cada vez más complicado y gracioso. El final, naturalmente, aquí no se cuenta, pero la película termina siendo una crónica de la transición de un sistema a otro, a la vez que un ensayo sobre el dolor intenso que provocan la negación, el ocultamiento y la mentira.

Aun cuando sea exagerada la comparación, tal vez sea un buen ejercicio imaginar que ocurriría si hoy se despierta un hombre que entró en coma hace cuatro años, y cuyo último recuerdo fue la imagen de Cristina, emocionada, moqueando, eufórica, vestida de luto, junto a Amado Boudou, la noche del 54%. Posiblemente, al despertar, ese hombre aún recuerde el eco de las palabras de Cristina en esa noche histórica. "Quiero agradecerle a alguien que ya no me puede llamar más, pero que es el gran fundador de la victoria de esta noche. Porque yo no me la creo. Nunca me la creí".

O a los jóvenes que coreaban ante cada una de sus inflexiones -¿Que te pasa, gorila?...no nos han vencido...si la tocan a Cristina...proyecto nacional y popular...- mientras ella besaba a sus hijos y pedía que subiera al escenario la novia del vicepresidente. "Pero vení nena, no seas tímida. Pero miren que linda que es". Y luego insistía: "No soy tonta ni ingenua, sé que hay intereses que quieren volver al pasado. Y que son poderosos, pero son minorías. Depende entonces de las grandes mayorías conformadas por nuestros trabajadores y de nuestras clases medias, no ser desviadas del mismo camino como nos pasó tantas veces en la historia". Ese hombre, al despertar del letargo, encendería la televisión y vería los festejos del nuevo Presidente electo, al que recuerda por entonces arrinconado, opositor, tal vez bigotudo. Miraría entonces a su alrededor, perplejo, confundido, pasmado.

¿Que pasó?
Difícilmente alguien pueda ensayar una explicación creíble. En la noche de ayer
-durante todo este año en realidad- los argentinos fuimos protagonistas y testigos de una historia que, aun hoy, cuando ya se ha producido su desenlace, parece inverosímil: el impensado triunfo de Mauricio Macri, la dura derrota de Cristina Kirchner.

Lo cierto es que el Gobierno perdió las elecciones y eso, en principio, refleja que gobernó mal, o que la sociedad, el pueblo, la gente, cree mayoritariamente eso. Si Cristina Kirchner y Daniel Scioli hubieran gobernado bien, habrían ganado. Si no lo hicieron, si fueron rechazados, es porque el pueblo, una mayoría popular, como les gusta decir a ellos, consideró que no fue así, que no cumplieron sus promesas, que no satisficieron sus expectativas.

Pero, además, para votarles en contra, debieron superar enormes preconceptos. Eligieron a un hijo de uno de los dueños de la Argentina, que estudió en una escuela donde solo concurren niños de cuna de oro, que habla con ese tono inconfundible de los señores de zona Norte. A un "creído de Barrio Parque", según la descripción del último Scioli. Salvo en el caso de Marcelo T. de Alvear, en 1922, nunca había ocurrido que se votara a alguien así. Y Alvear era uno de los referentes del partido más popular del momento, ungido por Hipólito Yrigoyen, el Perón de aquel entonces. Algo debe haber hecho muy mal este Gobierno para que el final fuera este y algo muy bien Macri para poder vencer, incluso, diferencias de clase tan profundas.

Sin embargo, no es lo único. Entre el voto del 2011 y el voto de ayer hay un giro radical. No se votó a un candidato que, eventualmente, podría gobernar mejor, sino a alguien a quien el relato K definía como un demonio: un devaluador, que va a ajustar, que va a despedir gente, volver a las relaciones carnales, es decir, a un neoliberal. O más de la mitad de la sociedad no creyó que Macri fuera eso que se decía de Macri, porque no cree lo que le dice el Gobierno, o está tan hastiada del Gobierno que vota incluso poniendo en riesgo sus intereses, o percibe como una virtud que el triunfador sea noventista. Es difícil que los kirchneristas encuentren algún consuelo en estos días, pero menos lo hallarán en estas explicaciones.

En los próximos días, el kirchnerismo más ciego sostendrá que el repiqueteo de los medios hegemónicos fue decisivo, que fue un triunfo de Clarín. Habría que medir cuántos votos perdieron por culpa de ese enfoque tan pueril, tan ofensivo, según el cual, salvo ellos, el resto de los seres humanos son tan tontos que creen ciegamente en la televisión.

Los ingenuos defensores del liberalismo político se esperanzarán -nos esperanzaremos- con la idea de que la mayoría de la sociedad civil tolera la impudicia hasta un límite y, en algún momento, lo deja bien clarito. Dirán -diremos- que eso ocurrió en los 90 con Menem y ahora con Cristina y que entonces, la moraleja obvia es que demasiado es demasiado: la corrupción, los privilegios de casta, la prepotencia y la obscenidad, finalmente, tienen un costo alto para quienes los ejercen y disfrutan.

Pero sería -¿es?- demasiado naif pensar eso.

Personas más realistas intentarán encontrar motivos materiales. ¿No habrá alguna continuidad entre la conducta de la sociedad en los noventa y ahora? ¿No habrá sido similar la motivación por la cual se votaron las reelecciones de Carlos Menem en 1995 y de Cristina Fernández en 2011? Tal vez el voto cuota, la fiesta del consumo, definieron esas elecciones; y el fin de esa fiesta las derrotas posteriores. En este enfoque, Menem y Cristina no serían tan diferentes. Sus relatos, sus explicaciones, sus seguidores, divergían, pero no las razones de sus éxitos y fracasos. Los votaron cuando los aires acondicionados y los plasmas eran nuevos, y dejaron de hacerlo cuando se fueron transformando en trastos.

Es el consumo, estúpido, dirán.

Pero nadie podrá explicarle ninguna de esas teorías, esta noche, al señor que se acaba de despertar, y que debe estar mirando, aturdido, en la tele a ese niño de cuna de oro que, en pocos días, será presidente de la Nación y que festeja, genuinamente conmovido, entre abrazos, besos, globos, bailes, euforia y descontrol.
¿Sabrá él -ese hombre que va a ser presidente- que es la noche más feliz de su vida, o sea que ahora todas las que siguen serán peores porque deberá gobernar este país indómito? ¿Sabrá que, en este mismo instante, alguna otra persona está entrando en coma y que, tal vez, se despierte en cuatro años, azorada por el nuevo panorama?

Porque lo único seguro de la suerte es que cambia.

¿Lo sabrá el señor que baila, que toca el cielo con las manos, que logró gobernar Boca, y la Ciudad de Buenos Aires y vencer al peronismo, es decir, que logró lo imposible? Quizá recuerde que, alguna vez, hace muchos años, leyó La Silla del Aguila, un libro de Carlos Fuentes, donde uno de los personajes advertía: "Aunque haya ganado las elecciones, jamás olvide que al final va a perder el poder. Se lo digo yo. Prepárese usted. La victoria de ser Presidente desemboca fatalmente en la derrota de ser ex presidente".

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