El costo del Estado en la competitividad de las empresas

El problemático ejercicio de la determinación de la competitividad de una economía encuentra su raíz en la naturalmente compleja matriz que conforman una innumerable cantidad de sectores productivos, la intensidad usada de los distintos factores (capital, mano de obra calificada y no calificada, tierra), y la gravitación de los precios de los insumos y de los bienes para la venta en relación con sus análogos del exterior. Es fácil perderse en un diagnóstico dado que no existe un nivel de competitividad homogéneo para todas las empresas o sectores.

Los atajos analíticos de los economistas, usados con rigor y sensatez, pueden echar luz sobre la situación en la que se encuentra la economía nacional en su totalidad. Pero la simplificación es cruel con el entendimiento del no especialista y puede animar su suspicacia cuando se ve lejana a su propia actividad (o la credulidad excesiva en otros casos). Además, las simplificaciones conllevan matices que fatigan el debate: que el tipo de cambio real es muy bajo con el dólar, que no tan bajo con la moneda de Brasil, que la base de comparación es 2001, que es 2010, que el costo laboral unitario no es tan alto, que la productividad se mide de tal o cuál manera, que hay que mirar sólo al sector industrial, que importan más los costos de transporte y los impuestos.

Prefiero un abordaje menos abstracto y, creo yo, más entendible, analizando las condiciones de rentabilidad de una empresa puntual y compararla con otra similar en el exterior, y eso es lo que quiero mostrar al lector. ¿Qué es la competitividad sino la rentabilidad de una unidad productiva en un entorno competitivo? Los números que siguen refieren a dos franquicias de una de las varias cadenas de ventas de hamburguesas, y a otras dos franquicias de una cadena de comercialización de productos de carne aviar. En ambos casos, una franquicia corresponde a un local céntrico o en un shopping de la ciudad de Buenos Aires, y la otra a un lugar equivalente en Santiago de Chile. Misma marca, análoga ubicación y clientela, y similar facturación por unidad de negocio, en dos países distintos; cercanos, pero distintos.

Quiero resaltar la naturaleza de los ejemplos elegidos: son comercios minoristas que venden sus bienes y servicios en sus respectivos ámbitos locales y no compiten con empresas del exterior (podría cruzar la cordillera para hacerme una gran compra de electrónicos o indumentaria, pero no sólo para un almuerzo más fugaz que frugal). Los escojo para poder poner el foco en los factores extra-cambiarios de la rentabilidad; se va haciendo cada vez más evidente la existencia de atraso cambiario, pero acá difícilmente una devaluación ayude. Al contrario: el año pasado el abaratamiento del peso significó, para los dos comercios locales, costos de pollo, carne, verduras o pan, utilizados como insumos, subiendo por encima de los precios de los productos vendidos, más escrupulosos de la caída del poder adquisitivo del salario.

A grandes rasgos, las franquicias argentinas comienzan, hoy en día, con costos de mercaderías más elevados; en eso influyen insumos parcialmente dolarizados más caros luego del necesario ajuste del tipo de cambio y las propias ineficiencias y costos de la producción aguas arriba en la cadena correspondiente. Un punto que merece ser destacado: incluso en estos rubros en donde predomina la atención al cliente, la productividad media del trabajador argentino resulta ser superior al del trabajador chileno en un rango de 40%-70%, revelando que pequeñas virtudes como la habilidad manual, la memoria o simplemente un lenguaje correcto pueden hacer una gran diferencia (¡qué lástima que se vaya perdiendo este capital!). Sin embargo, como los costos salariales en dólares son entre un 60% y 80% superiores acá, los costos laborales unitarios argentinos (una ponderación de costo y productividad del trabajo) terminan siendo casi un 20% mayores. Más aún, esos costos laborales unitarios saltan a un valor de entre 60% y 70% por arriba de los de Chile cuando se amplían para incorporar las cargas sociales y otros adicionales, realmente muy bajos en el país vecino. Yendo un poco más allá, los servicios públicos pagados ya no son relativamente tan baratos como unos años atrás, las expensas (al igual que las que soportan propietarios e inquilinos que viven en departamentos) son insolentemente caras, y un 6% adicional de los ingresos se van en impuestos que allá ni siquiera existen: Ingresos Brutos y el denominado Impuesto al Cheque.

Con todo, antes del pago de intereses, amortizaciones e impuesto a las ganancias, los comerciantes chilenos retienen entre el 17% y el 26% de las ventas mientras que los argentinos se plantean amargamente si tiene sentido seguir abriendo.

Esta es la situación de muchos comercios. Cuentan con una productividad laboral relativamente alta, pero soportan dos pesadas cadenas: la de los costos laborales directos o indirectos y la del funcionamiento del Estado; mejor dicho, de los Estados. Muchas empresas de producción industrial, o incluso de provisión de servicios, se encuentran en una situación similar, con una desventaja: eventualmente, los comercios podrían ir subiendo gradualmente sus precios para recomponer márgenes en la medida que se reactive la demanda (¿hay alguna inflación reprimida heredada de la recesión?); los productores que compiten con bienes del exterior no tendrán esa extravagante facilidad. Aunque en menor medida, sí compartirán con los comercios, como estrategia defensiva frente a la gran carga impositiva, los estímulos recibidos para la subdeclaración de operaciones y la evasión.

Debería quedar claro que gran parte de estos costos del Estado financian objetivos indispensables para el bienestar de la sociedad: seguridad social, educación, salud o seguridad. Ustedes me dirán que otros objetivos no fueron tan loables y por supuesto coincidiré. Pero sería necio que yo concluyera con una asignación precisa de gastos e ingresos de los Estados que bregue con la eterna tensión entre satisfacer el bienestar de la sociedad, especialmente de los más humildes y de un modo que desarrolle sus capacidades futuras, y la imperiosa necesidad de que las unidades creadoras de valor, las empresas con todos sus recursos humanos, puedan desarrollarse y crecer. Esa es una faena imposible por la sencilla razón de que no puede surgir de una persona o grupo de personas; debe surgir de un consenso (político y social) lo más amplio que la operatividad admita para que sea sostenible. Me permito exhortar a que se estudien detenidamente los procesos por los cuales puedan alcanzarse, con todas las variables sobre la mesa, dichos acuerdos.

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