El Papa, ¿está desnudo?

En la madrugada del lunes, durante la muy popular entrega de los Oscar, el Papa Francisco fue mencionado y no de la manera más agradable. Michel Sugar, el productor de la película ganadora, "Spotlight", al recibir la estatuilla, dijo: "Este film le dio voz a los sobrevivientes, y el Oscar amplifica esa voz que, esperamos, se transforme en un eco que resuene en el Vaticano. Papa Francisco: es tiempo de proteger a los niños y restaurar la fe". "Spotlight" cuenta de manera despojada, como si se tratara de las mejores obras de Costa Gavras, la historia del grupo de periodistas del Boston Globe que descubrió los cientos de casos de violaciones de niños por parte de sacerdotes, en la ciudad que da el nombre al diario en el que trabajaban. Naturalmente, cualquier argentino que vea "Spotlight" va a recordar el caso Grassi, pero eso no nos hace especiales: en casi todos los países los espectadores asociarán con un caso que les toca de cerca. El papa Francisco ha prometido que curaría estas heridas, pero el escándalo empieza a afectarlo porque al menos tres de los obispos de su confianza -entre ellos el cardenal australiano George Pell, a cargo de las finanzas de la Santa Sede-están acusados de haber protegido a abusadores. Curiosamente, y tal vez en ello radique su notable habilidad, los líderes del mundo coinciden en la conveniencia de respirar, al menos por un ratito, el mismo aire que él, como si acercarse al Sumo Pontífice cubriera al visitante con un halo de santidad, o alguna otra extañeza por el estilo.
Víctima de ese equívoco, el presidente Mauricio Macri sufrió el fin de semana un evidente destrato. Macri asistió al Vaticano luego de una trabajosa negociación, tras varios gestos públicos del Papa que daban cuenta de lo obvio: Francisco no lo quiere a Mauricio. El Papa envió el famoso Rosario a Milagro Sala, se dejó tomar fotos casi como amigote de Guillermo Moreno, pero ningún gesto fue tan relevante como el silencio con el que (no) saludó el triunfo electoral de Cambiemos. El sábado, coronó la seguidilla al recibir a Macri con una evidente expresión de disgusto y despedirlo luego de apenas 22 minutos. Un día antes, Francisco había saludado con una enorme sonrisa a Kevin Systrom, el creador de la red social Instagram, donde cientos de miles de adolescentes se exhiben diariamente en poses sensuales para atraerse los unos a los otros.
A partir del desaire se reavivó un espectáculo que, en realidad, había iniciado el 13 de marzo de 2013, cuando Bergoglio se hizo Papa. La prensa privada, mayoritariamente, intentó disimular con títulos lo que se veía en las fotos: el Papa no sonreía. Mientras tanto, en las redes sociales se hablaba de lo que se veía: el Papa no sonreía. Los diarios del mundo empezaron a reflejar lo mismo. "El Papa recibe a Macri solo 22 minutos y con gesto frío", tituló El País de Madrid. La dirigencia oficialista no sabía qué decir mientras estallaba la algarabía kirchnerista. Luis D Elía, por ejemplo, posteaba fotos donde el Papa reía con Cristina Fernández y se preguntaba: "¿Con quién ríe Francisco?"
La tristeza de unos y la alegría de otros parte del mismo supuesto: es necesario ser querido por el Papa, al costo que sea. Como en tantos otros temas -inflación, cortes de luz, devaluación, ganancias, presiones a la prensa, corrupción, gatillo fácil-le excitación le impide a los restos del kirchnerismo recordar su propia historia. La designación de Jorge Bergoglio como Papa produjo uno de los barquinazos más tristes de la docena de años kirchneristas. Hasta ese día, Bergoglio era tratado como un colaboracionista de la dictadura militar. Luego, se transformó en un prócer. Cristina Fernández había mantenido solo una entrevista formal con él. Desde la unción, lo visitó seis veces, y se hincó en la Catedral a la que no había asistido antes. Sus seguidores borraron los tweets donde acusaban a Bergoglio de aquellos crímenes y los remplazaron por melosas declaraciones de amor. O le perdonaban los delitos porque ahora tenía mucho poder, o los habían simplemente inventado. En cualquier caso, era claro que esos crímenes se agitaban u olvidaban según la conveniencia.
Mientras tanto, la oposición celebraba la elección de Francisco como el triunfo político que no podía obtener en las urnas. El podría hacer lo que ellos no: frenar a Cristina.
El Papa es nuestro, decían los opositores.
El Papa es mío, decía Cristina Fernández.
A esa carrera loca se sumaron algunos colegas, a un lado y otro de la grieta.
Desde aquel marzo del 2013, las relaciones con el Papa han dado un giro copernicano, para citar un adjetivo que no siempre fue del agrado de la Santa Sede. Si por entonces el kirchnerismo estaba perplejo y los opositores de aquellos tiempos felices, ahora ocurre lo contrario.
¿Se justifica tanta desesperación por la bendición papal?
A decir verdad, no hay manera de establecer una relación directa entre el cariño de Francisco y la popularidad. Así lo atestiguan los desempeños políticos de Martín Insaurralde, Julián Domínguez, Daniel Scioli, y la diregencia camporista: todos tuvieron su ansiada foto con el Papa y les fue realmente mal. Lo mismo ocurrió con Cristina desde que empezó a viajar a Roma. El notable periodista Gustavo Grabia se burló durante todo el año pasado del papismo que dominaba la escena política argentina. Grabia sostenía, Dios lo perdone, que Francisco era mufa. Además de esos hechos sumaba una lesión de Del Potro luego de visitarlo, otra del Pupi Zanetti, y el choque que sufrió el barco Francisco, de la empresa Buquebús, días después de haber sido bautizado. En defensa del Papa, claro, hay que decir que San Lorenzo salió campeón de América, aunque en esa pelea también juega Marcelo Tinelli, que seguramente aporta lo suyo.
Pero más allá de los discutibles resultados de acercarse a Francisco, la peregrinación de la dirigencia política argentina hacia el Vaticano omite algunos temas serios. La nomenklatura católica está envuelta en una cadena interminable de escándalos financieros y morales, para no mencionar sus cruzadas contra el divorcio vincular, la interrupción del embarazo no deseado -aun en casos de violación de mujeres discapacitadas-, la distribución de preservativos para prevenir el SIDA o el matrimonio igualitario. ¿Qué razón habría para someterse a una humillación por parte del jefe de todo eso, sea esa humilación recibida con una sonrisa paternal o con un gesto de fastidio? ¿No sería hora de crecer y tratar al Papa como lo que es: un hombre de poder, con el que se deben mantener vínculos en condiciones de respeto mutuo y de igualdad, con quien a veces hay que pulsear y otras acordar, y frente al cual no es necesario postrarse?
Como todo líder, Francisco puede ser descripto como un ángel o como un demonio, y seguramente no sea ninguna de las dos cosas. Hay testimonios que recuerdan su complicidad con la dictadura como otros que destacan su solidaridad personal con algunas víctimas. Ha sido un pastor piadoso y solidario con las víctimas de Cromagnon y de Once, y también con el sindicato Amar, que nunclea a las trabajadoras sexuales, como un apoyo indispensable al movimiento de curas villeros. Pero fue también my cruel durante su campaña contra el matrimonio igualitario y cuando exigió que se prohiberan muestras de arte porque exhibían una imagen de Cristo que a él le disgustaba. Todavía debe, además, una aclaración respecto de su conducta, como mínimo errática, durante el desarrollo del caso Grassi. En octubre pasado, le preguntaron su opinión sobre las acusaciones de encubrimiento del abuso infantil contra el obispo chileno Juan Barros. "Piensen con la cabeza y no se dejen llevar por acusaciones infundadas de los zurdos", respondió.
De sus últimas expresiones públicas, se puede deducir que se siente cerca de los sectores kirchneristas más duros. Pero tampoco eso es claro, porque su estilo de comunicación hace honor a la ambigüedad que caracterizó siempre a su organizacion: no dice lo que piensa, envía señales. En todo caso, es su problema. Nadie obliga a Macri, a Cristina, ni a nadie a desesperarse por interpretarlas. La mirada social del Papa, podría ser un aporte importante al equipo macrista, o una presión muy útil. Pero si no la quiere ejercer, tiene toda su libertad de remplazarla por el destrato del sábado.
En el fascinante libro De animales a dioses, breve historia de la humanidad, el historiador Yuval Harari intenta determinar qué factor transformó al hombre -ese simio de aspecto endeble-en la especie más poderosa del planeta y concluye que fue su capacidad de hablar sobre cosas que no existen. Los países, el código de Hammurabi, la declaración de independencia de Estados Unidos, el viejo testamento, las multinacionales, el dinero y Dios son convenciones, creaciones fantásticas, que han permitido a millones de humanos que no se conocen entre sí colaborar en pos de objetivos comunes. Solo el homo sapiens tiene esa capacidad infinita de creer en mentiras y eso, para bien o para mal, nos ha permitido ser los dueños del planeta. La función de esos relatos explica, tal vez, su persistencia en el tiempo, el peligro de cuestionarlos, el fanatismo de quienes los defienden.
Como todos, tal vez más, tal vez menos, el Papa está desnudo, es decir, tiene la autoridad que los demás le confieren. Solo que, como ocurría en aquel célebre cuento, nadie se atreve a decirlo.
Al fin y al cabo, es el Papa.
Y hasta donde se sabe, el Papa siempre va vestido.
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