Ecuador sin Correa

Ecuador está a punto de quedarse sin el hombre que lo lideró durante una década. Con muchos seguidores, y también muchos detractores, con un estilo muy personal de gobierno, Rafael Correa fue el protagonista de un giro en la historia política de su país, y también en la de Latinoamérica. A fines del año pasado, este hombre decidió no participar como candidato en la elecciones de 2017, dejando un vacío político que para muchos parece imposible de llenar.
Según todos los sondeos de intención de voto, hay una probabilidad muy alta de que quien lo suceda con las elecciones de febrero sea el oficialista Lenín Moreno, vicepresidente entre 2007 y 2013, acompañado en la lista de Alianza PAIS por Jorge Glas, el actual vicepresidente. Se trata de dos hombres que naturalmente no tienen el capital político de Correa, y que en gran medida dependen de él para imponerse en las elecciones. Y quizás, también, para gobernar.
Una parte de la sociedad ecuatoriana bien puede estar inquieta ante la posibilidad de que la aparente voluntad de renovación del actual presidente se termine transformando en una perpetuidad en el poder. Después de todo, este último tiene apenas 53 años, y no hay buenas razones para que se retire de la escena política, más aún si se necesita de su liderazgo dentro y fuera del partido.
¿Existe un Lenín sin Correa? Todavía no. ¿Puede existir? Definitivamente...
No pocas veces en la historia un heredero, un supuesto títere, se rebeló contra su propio padre político y lo desplazó de un poder que parecía absoluto. No hace falta ir muy lejos en el tiempo ni en el espacio para encontrar casos análogos. En el año 2003, cuando Néstor Kirchner pasó en tan solo unos meses de casi ignoto gobernador patagónico a Presidente de la Nación, se le auguraba un destino similar al que ahora muchos creen que será el de Lenin. Sin embargo, pasó de ser considerado un títere del entonces presidente Eduardo Duhalde a convertirse en la figura central de la historia argentina en lo que va del siglo XXI.
Un caso más reciente, y muy distinto: el de Dilma Rousseff en Brasil. Cuando la candidata ganó, los medios hablaron de una victoria de Lula, su padre político. Pocos meses después, sin renegar de la figura de Lula, Rousseff salió de su sombra y convenció a la opinión pública de que era ella quien mandaba.
Lenín Moreno haría bien en analizar este tipo de casos históricos, pues, si se impone en febrero, Rafael Correa le dejará las riendas del gobierno, pero no así las de su partido. Un movimiento lógico para Lenín sería construir su propia militancia, de la que no dispone todavía, apelar a sectores dejados de lado por la política y alimentarlos con un relato épico que les dé un fuerte sentido de identidad.
Claro que el escenario de Ecuador en 2017 difiere mucho de otros países y de otras épocas, pero la jugada política a ejecutar es la misma y puede llevarse a cabo de la misma manera. Lenín necesita su armado, su partido, y por más espectacular que suene el partido de Lenín (que evoca a los bolcheviques), me atrevo a sugerirle el nombre: La Rocafuerte. Tiene energía, tiene punch y tiene el nombre de un héroe indiscutido de la historia ecuatoriana. El resto, es trabajo para Lenín.
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