Cuando Dios se mete en política...

Ni la iglesia católica ni la evangélica deberían avanzar sobre el poder. La Argentina es un país laico. Y no se debe gobernar ni legislar en función de la fe o las convicciones morales.

La escena, tremenda y pavorosa, habla por sí sola. Cuando Jeanine Añez levantó una biblia más grande que la Constitución y más pesada que su propio cuerpo, el día de su autoproclamación como presidenta de Bolivia, dejó expuesto el fenómeno que emerge en varios países de la región: el avance de las iglesias evangélicas sobre el tablero de poder. "Hemos devuelto a Dios al Palacio de Gobierno", dijo el excandidato Luis Fernando Camacho al ingresar a la casa presidencial, con su biblia en la mano, el día de la renuncia de Evo Morales.

Podría decirse de manera irónica que Dios también participó de la alianza golpista que se aprovechó del fraude electoral y la tentación hegemónico de Morales. Pero el crecimiento de los evangélicos en la región se viene materializando tanto en la construcción de pactos electorales con el sistema político tradicional como en la presentación de sus propios candidatos.

En Brasil, Jair Bolsonaro llegó a la presidencia de la mano de la iglesia evangélica, que tiene una bancada con varios legisladores en el Congreso y un alcalde en Río de Janeiro que quiere "exorcizar la ciudad del pecado".

Con la misma postura intolerante y contraria el matrimonio igualitario o a la legalización del aborto, hubo predicadores candidatos en Costa Rica, Colombia y Guatemala. Y no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que con sus canales de televisión y sus servicios comunitarios las iglesias evangélicas pasaron de ser una minoría a lograr una apetecible masa de seguidores y a llenar los agujeros negros que suele dejar la política.

Pero, ¿qué pasa en la Argentina? Según el politólogo Facundo Cruz, existen dos frenos para que los evangélicos no arrasen con todo. "No tenemos una situación de ilegitimidad como sucedió en el 2001. Los actores están consolidados, el peronismo está volviendo al poder, y habrá una coalición opositora con cierto grado de unidad y coordinación. Ambos grupos nuclean casi el 90% de los votos", remarca. Pero, además -dice- nuestro sistema electoral también limita el avance. "La cantidad de bancas que se eligen en las provincias conservadores son pocas", agrega.

Por ahora, las iglesias evangélicas lograron tener un candidato presidencial, José Gómez Centurión, que pasó sin pena ni gloria, pero con un objetivo claro: impedir la legalización del aborto y todos aquellos proyectos que atenten contra la defensa de "la familia". El propio Mauricio Macri –que había alentado el debate en el Congreso sobre la legalización del aborto en 2018- borró todo con el codo al manifestarse a favor de la defensa de "las dos vidas" (expresada a través de los pañuelos celestes) durante la última campaña presidencial, tan solo para cooptar los votos de Centurión.

Pero en esta cruzada contra la legalización del aborto, los evangélicos no están solos: tienen como socia nada más y nada menos que a la poderosa iglesia católica. En las últimas semanas, el presidente electo Alberto Fernández confirmó que enviará un proyecto al Congreso para legalizar esa práctica clandestina, que mata a miles de mujeres. Y se ganó una escaramuza con el papa Francisco. Bergoglio y el Episcopado argentino ratificaron su "defensa por la vida" y comenzaron a tender sus redes para frenar el proyecto. Sobre los abusos sexuales cometidos por curas del Instituto Provolo de Mendoza en niños sordos y discapacitados no dijeron ni mu.

Lo cierto es que Dios, ni el evangélico ni el católico ni el de ninguna otra religión debería meterse en política. La Argentina es un país laico. Cada uno es libre de creer en lo que quiere. Pero no se puede gobernar ni legislar en función de la fe para un clan o una tribu. Mucho menos anteponer los principios religiosos o convicciones morales a las políticas de salud pública. Las leyes deben revisarse y adaptarse a los cambios y demandas sociales; no aprobarse bajo preceptos anacrónicos, que cuestionan la sexualidad humana por afuera del plano biológico, que impone a sus sacerdotes algo tan antinatural como el celibato, o que considera a la homosexualidad algo aberrante.

Los católicos y evangélicos deberían pregonar sus leyes sagradas entre sus feligreses y no pedirle al país que viva bajo sus reglas.

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