Acuerdos sociales: lo más difícil es aceptar que el éxito es un empate

La grieta nunca fue un invento argentino. A lo sumo, el ingenio nativo puede adjudicarse cierta originalidad para definir a este rasgo común de la humanidad: la intolerancia. Los estallidos de Bolivia y Chile, así como los descontentos de Ecuados y la crisis política de Venezuela, traducen enfrentamientos entre dos posturas que a priori no tienen punto de contacto. El problema para América latina es que tienen que desarrollarlo, ya que de lo contrario no habrá margen para construir un puente que permita unir esas diferencias.

La Argentina no está exenta de este desafío. De hecho, Alberto Fernández tiene claro que su gestión estará apoyada en diferentes mesas de diálogo. Frentes no le faltan: desde aquel en el que estarán involucradas las organizaciones sociales, pasando por el consejo económico en donde se abordarán las demandas empresarias y laborales, y el que involucrará a los acreedores y el FMI, que tendrán que convalidar nuevas condiciones de pago para la deuda soberana.

La ventaja que tiene el país es que este ejercicio nunca fue abandonado. Con mayor o menos intensidad, todos los actores políticos y sociales conocen las artes del diálogo y la negociación. Seguramente la eficacia de sus resultados será materia opinable, pero no se puede decir que el intercambio sea la excepción: más bien parece ser la norma.

La Argentina tiene tradición negociadora, pero en Bolivia y en Chile las posturas extremas no se tocan

La estabilidad de América latina parece estar atada a las chances de que sectores contrapuestos, que se enfrentaron en la política y en la calle, puedan ponerse de acuerdo en una salida institucional efectiva para sus respectivas crisis. Chile tiene que resolver una nueva Constitución, y Bolivia, otra elección presidencial. Pero antes tienen que conseguir una pacificación que se muestra esquiva, ya que los disturbios no empiezan y terminan cuando se llega a un objetivo cuantificable. Transmiten un estado de enojo que no es racional. Tampoco responden a un liderazgo visible. Por eso el accionar policial no ha conseguido desarmarlos.

Los diálogos tienen que empezar por identificar a un actor que sirva como contenedor. En Bolivia, por lo pronto, ya se involucró el secretario general de Naciones Unidas Antonio Guterres, quien despachó a un delegado personal. En Chile todavía prima la desconfianza entre los actores, que recelan entre sí y exigen que las respuestas a sus planteos sean atendidos al 100%.

Los países de la región, más allá de que se identifiquen con Evo o con Piñera, deben intensificar sus esfuerzos para que haya un ámbito donde las crisis se encaucen. El canal institucional puede ser la OEA, u otro grupo ad hoc. El mensaje más difícil de pasar, más allá de que deben plasmarse en una Constitución o en un nuevo gobierno, es que en estas instancias no puede haber ganadores ni perdedores. Para que un acuerdo social funciones, todos tienen que aceptar el mejor empate posible.

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