ANÁLISIS

La voladura controlada del ministro Guzmán

Sabíamos ya todo -o casi todo- lo que se saberse de las nuevas coaliciones políticas que protagonizan la política argentina. Llegamos a conocer de modo casi exhaustivo los mecanismos a través de los cuales frentes electorales exitosos a la hora de competir entre sí y ganar elecciones terminaban en fracasos estrepitosos a la hora de gobernar. En efecto, se ha escrito y debatido mucho acerca de las debilidades y males profundos de los nuevos "bi-coalicionismos políticos" en contextos de presidencialismos desbordados por su falta de respuesta ante las crisis recurrentes del sistema político. Las evidencias sobran. No solo en la Argentina sino también en casi todo el resto de los países de la región.

Finalmente, llego la oportunidad de entender algo de la manera como las coaliciones políticas, después de triunfar y fracasar en el gobierno pueden llegar a descomponerse interiormente y precipitarse en el vacío, implosionando y liberando energías negativas adicionales, cada vez más difíciles de administrar por el sistema político y por una sociedad que sigue atónita la parábola descendente de gobiernos y oposiciones.

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Un primer descubrimiento es que el tipo de crisis desatada entre el centro del poder político -ocupado por Cristina Fernández de Kirchner y sus delegados en el gobierno, desde el Presidente hasta su ministro de Economía y el gabinete en su conjunto tiene un aire evidente de familia con el comportamiento natural por la renuncia del ministro de economía no debería sorprender a nadie y menos aun desatar los procesos de pánico que han invadido en las últimas horas a la política.

No solo porque lo ocurrido expresa una secuencia del tipo de las "crónicas de una muerte largamente anunciadas", sino porque todos y cada uno de sus capítulos repiten fenómenos de sobra conocidos y de consecuencias previsibles para cualquier observador sereno e imparcial. Veamos uno de sus aspectos más obvios y, por ello, menos sorpresivo: la relación entre la ex presidenta y el Presidente.

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El conflicto entre el Poder -en este caso la Vicepresidenta- y el gobierno - el Presidente, disociados por imperio de una alternancia forzada en el poder, casi se diría que es un hecho que forma parte de la forma natural de funcionamiento del poder en Argentina y en buena parte de América Latina.

Baste analizar lo que de hecho ocurre en las provincias Argentinas. Un caudillo jamás cede el poder a su sucesor. Salvo en algún caso aislado, en casi todas las provincias es un proceso traumático. Terminan en la humillación del sucesor o en alguna forma de parricidio institucional. Los ejemplos se multiplican. Son casos como los de Gioja-Uñac en San Juan, Rosas -Nikisch o Capitanich-Peppo en Chaco, "Tato" Romero Feriz-Pedro Braillard o Colombi-Valdes en Corrientes. Piensese en Rovira y sus sucesivos gobernadores en Misiones o Busti y sus sucesores en entre Ríos. Es una constante en todas las provincias argentinas. Desde las provincias institucionalmente, más evolucionadas como Mendoza -Bordon-Gabrielli u hoy Cornejo-Suarez - hasta provincias menos centrales como La Pampa -Marin-Verna o Verna- Ziliotto- . La evidencia es interminable.

El estado natural en la política argentina es el conflicto sucesorio. En uno de los escasos periodos de transiciones de este tipo, ocurrió lo mismo entre Roca y Juárez Celman o Alvear e Yrigoyen. En un ejercicio contra fáctico podría conjeturarse idéntico resultado entre Alfonsin-Angeloz o Menem -Duhalde. No es una regularidad social exclusiva del caso argentino, ya que, con matices diferenciales mínimos, es lo que ocurre en casi toda la accidentada geografía comparada de los presidencialismos latinoamericanos.

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Este proceso solo podría ser administrado desde una férrea costumbre institucionalizada como la del presidencialismo norteamericano, desde George Washington hasta hoy o desde una deseable reforma constitucional que prohibiera las reelecciones y limitara con rigor el papel político de los expresidentes.

Desde esta perspectiva, no cabe sorprenderse del abrupto final de la relación entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Es el final de un experimento. Un ejercicio casi de laboratorio que termina mal. Su abrupto final debería arrojar enseñanzas que trasciendan el espacio político del peronismo. La inexplicable pretensión de Mauricio Macri en el PRO puede llegar a producir efectos similares a los de la igualmente inexplicable decisión de Raúl Alfonsín cuando decidió conservar el poder partidario e incluso competir en las elecciones senatoriales de Buenos Aires. El radicalismo aún no se ha repuesto de ese trauma, anticipado ya en la relación entre Alvear e Yrigoyen.

En tanto los presidencialismos sigan perpetuando la tradición del cesarismo democrático, conservara su vigencia la idea de que "solo un caudillo mata a otro caudillo". El poder político sigue adoleciendo de males difícilmente curables de otro modo que no sea el de reformas institucionales planificadas y profundas. Esta nueva crisis del Frente de Todos aporta una nueva evidencia incontrastable.

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Los hechos no admiten otras lecturas. La intervención de la Vicepresidenta produjo, corregido y aumentado, el efecto explosivo de sus cartas abiertas e intervenciones anteriores. Apunto a recuperar el centro y la iniciativa en su estrategia de confrontación con el Presidente y recuperación del control de su coalición. Abandono su perspectiva de cuidadosa auto limitación y consigno de modo despiadado los detalles de la relación actual con su delegado en el Ejecutivo. Sin ahorrar en calificativos ni giros despectivos. Abrumo y humillo al Presidente y a un ministro doblegado por los mercados, ya sin resto para intentar una mínima defensa

Por un lado, busco acelerar el ritmo de la crisis. Por otro, forzó a todos sus adversarios a replegarse hacia posiciones defensivas. De aquí en más, la Vicepresidenta controla la agenda, marca los tiempos y acelera el encadenamiento de episodios que conducirán a un enfrentamiento final cuyo desenlace parece, a estas horas, controlar en todos sus pasos. Al menos en un primer momento, Cristina Fernández ha logrado una voladura controlada, que preserva la integridad del resto de los actores del gobierno. Para cualquier observador, las posiciones están definidas y los márgenes de maniobra son escasos Al Presidente solo le cabe honrar sus compromisos con la coalición que representa y asumir el mandato ejecutivo para el cual fue convocado. Cabe preguntarse si, a estas alturas, el fracaso del gobierno en casi todas sus áreas de gestión le permitirá recuperar un capital mínimo de confianza como el que le exige el riesgo sistémico que hoy afecta al país.

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