Análisis

Una coyuntura que abre muchos interrogantes

Aunque el lector no lo crea hay aspectos que están más tranquilos de la economía argentina. La recuperación continúa en línea con la normalización de los indicadores de mayor movilidad de la población y de la reapertura paulatina de diferentes actividades.

 Los tipos de cambio paralelos se mantienen tranquilos y se calmaron los temores a un salto en el tipo de cambio oficial, las tasas de interés se han mantenido relativamente estables a pesar del repunte de la inflación, la recaudación tributaria mejora notablemente y recibe un impulso de los impuestos a la exportación y a la riqueza, al tiempo que mejoran las perspectivas de las reservas internacionales gracias al gran aumento de los precios internacionales.

Pero no todo es color de rosa. Otra cara de la coyuntura marca puntos oscuros. La inflación se mantiene alta, el riesgo crediticio de Argentina no cede y supera los 1500 puntos, niveles de países que están al borde del default, el diferencial entre el tipo de cambio oficial y el paralelo sigue siendo un obstáculo infranqueable para revertir el panorama externo, el clima de negocios es pobre y empeora a medida que el gobierno introduce más controles sobre los precios y las importaciones para enfrentar la inflación y la falta de reservas, y hay una acumulación de distorsiones en los precios relativos que seguramente golpearán con fuerza cuando llegue el momento de corregirlos.

¿Vaso medio lleno o medio vacío? Para los obsesivos del cortoplacismo que miran las encuestas seguramente las cosas van mejorando. La inflación es ahora la principal piedra en el zapato y el Gobierno tratará de poner toda la artillería para resolverlo, aunque no parece estar apuntando hacia el verdadero enemigo que son los desequilibrios macroeconómicos. En la práctica está adoptando una visión microeconómica de la inflación en la que para enfrentar el problema pone la mira en árbol por árbol en forma individual en lugar de mirar el bosque.

Pero desde una visión de mediano plazo el vaso sigue estando medio vacío. La mejora en la coyuntura tiene más sabor a suerte que al resultado de las políticas económicas, a un veranito corto en medio de un invierno frío que a un cambio de estación.

Gran parte de la mejora se explica porque vendrán más dólares gracias a la suba del precio de la soja, la llegada de las tan esperadas lluvias y al generoso obsequio del aumento de capital del FMI que nos traería unos u$s 3500 millones de regalo. El efecto combinado podría sumar unos u$s 12.000 millones, y si bien los ingresos de las exportaciones no serán gratis (el Banco Central necesita comprar esos dólares emitiendo pesos, lo que en algún momento puede ser un dolor de cabeza), el dinero del FMI sí lo es.

Pero más allá del alivio temporal que brindan estos dólares, la gran pregunta es cómo sigue esta película. Una posibilidad es que a partir del golpe de suerte entremos en un ciclo virtuoso en el que la mejora financiera y en la actividad le de oxígeno a la situación fiscal y de reservas y ayuden a levantar el cepo, a reducir el déficit fiscal y la emisión monetaria, y a relajar los controles sobre importaciones y sobre los precios. A eso se le podría agregar un acuerdo con el FMI que ayude a bajar el riesgo país y la brecha cambiaria. Si todo eso pasa de repente estaríamos en un país bien distinto del actual. Suena difícil de creer.

Otra posibilidad es que la mayor holgura externa y financiera sea la excusa perfecta para gastar los fondos adicionales, y posponer un acuerdo con el Fondo y cualquier tipo de medida que pueda ser dolorosa y amenazar con la pérdida de votos.

Si este es el escenario el veranito duraría poco, aunque tal vez le permita al Gobierno llegar a las elecciones sin acuerdo con el FMI y postergando mucho de los ajustes en precios relativos que eventualmente serán inevitables.

¿Es posible pensar que alguna vez tengamos un verano largo en lugar de un veranito? Para eso hace falta un plan que asuma que el crecimiento requiere inversiones del sector privado, para lo cual el puntapié inicial debería ser un programa con el FMI que le de previsibilidad tanto a la macroeconomía como a las políticas sectoriales.

Para llegar a un acuerdo habrá que superar al menos cuatro obstáculos. El primero y más obvio es el tamaño del déficit fiscal, aunque con los aumentos en los ingresos debería haber margen para lograrlo. La política cambiaria y la acumulación de reservas internacionales será el segundo, que podría ser algo más difícil de superar si el Banco Central no logra reducir el diferencial entre las tipos de cambio oficial y paralelos a niveles más aceptables (digamos menos del 20%). 

El tercero, y relacionado, es la política monetaria, porque el Fondo tiene esta "visión descabellada" (que no está claro de dónde viene) de que las tasas de interés y la oferta monetaria tienen alguna influencia sobre la inflación. Finalmente, dado que el FMI apuntará a un programa que apoye el crecimiento, y que promueva la inversión privada y una mayor productividad analizará si los precios relativos, y la política económica es consistente con un aumento de las reservas internacionales y un relajamiento del cepo y de los controles de precios.

Desde la perspectiva del Gobierno, parece que los cuatro serán difíciles de abordar en un año electoral. Sin embargo, es muy probable que una negociación en esta línea pueda avanzar después de las elecciones. El gobierno lo necesita porque sabe que sería un error entrar en default con el FMI. A su vez el Fondo lo quiere porque sería costoso tener a su deudor más grande en un default que sería muy complejo revertir. 

Los objetivos están alineados y por lo tanto debería haber un programa, que será difícil de cerrar este año, pero que seguramente entrará en vigencia el año que viene. La paradoja es que desde un punto de vista macro puede ser más fácil predecir el 2022 que el 2021.

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