Perú: cómo es el tren más lujoso de América latina

El Andean Explorer corre a 4 mil metros, entre Cuzco y Arequipa. En un viaje de 3 días y 2 noches, combina aventura y refinamiento europeo para apenas 40 pasajeros.

No es el Tren a las Nubes ni el Orient Express. Pero, como ellos, el Andean Explorer es sinónimo de una experiencia única. Circula por el Altiplano peruano, entre Cuzco y Arequipa, y el punto más alto de su recorrido es superior a los 4.300 metros, unas decenas más arriba que su par en Salta.

Es una de las joyas de la corona de la compañía británica Belmond, la misma que opera el mítico Eastern & Oriental Express, entre Tailandia y Singapur, y el no menos icónico Venice Simplon Orient Express, el rey de los trenes de lujo. Ese sello de calidad se puede comprobar a cada momento durante las dos noches y los tres días que dura la travesía. Porque los terciopelos y las maderas finas de las cabinas hacen pensar en los vagones de la edad de oro de los viajes sobre rieles de la Vieja Europa.

Sin embargo, este convoy llegó a Perú cruzando el Pacífico. De la misma manera en que las iglesias de Cuzco fueron palacios incas antes de la Conquista, el Andean Explorer tuvo otra vida: en los ‘90 se lo conocía como el Great South Pacific Express y rodaba a lo largo de la costa oriental de Australia, entre Cairns y Brisbane, casi en paralelo con la Gran Barrera de Coral.

 

La otra cara del Perú

Por su riqueza cultural e histórica y su cercanía con el Valle Sagrado de los Incas y la ciudad de Aguas Calientes, principal punto de acceso a las ruinas de Machu Picchu, Cusco es uno de los destinos turísticos más importantes del Perú.

 

Estelas de hierro sobre los Andes

Lo primero que viene a la mente al momento de subir a los vagones es una novela de Agatha Christie. Suspenso, drama, misterio: el decorado se prestaría a la perfección. Pero nada de eso: se embarca al ritmo alegre de los carnavalitos. Ya a bordo, las melodías de los sikus y las quenas del conjunto musical que despide a los viajeros se pierden en el espesor de los pasillos, que dan la impresión de ser túneles de atajo hacia otros tiempos. El viaje empieza realmente con los silbatos de rigor. Comienzan entonces un traqueteo y un balanceo que durarán tres días enteros.

La primera mañana está dedicada a la instalación y el desempaque. El tren es un verdadero hotel sobre rieles o, mejor dicho, sobre boggies. Cada rincón de la cabina ha sido aprovechado para guardar o colocar valijas, ropas y artefactos. Pero conviene ser veloz para no perderse la partida de la estación de Cuzco desde la plataforma abierta en el vagón de cola. Está junto al bar y es el lugar donde hay que estar para hacer sociales y sacar las mejores fotos mientras se observa cómo el tren deja su estela de hierro.

Durante un buen tiempo, Cuzco se resiste a desaparecer, hasta que deja lugar a los campos del valle del río Vilcanota. Sus barrios acompañan las vías: a cada kilómetro se hacen cada vez más rurales, las calles se transforman en caminos y, en lugar de autos, las barreras retienen burros y carretas. Hasta que, finalmente, no queda ningún rastro de ciudad. Tapiza los valles un mosaico de campos donde trabajan familias enteras: los padres labrando y sembrando, los niños cuidando rebaños de ovejas y cabras.

Si el traqueteo de las ruedas sobre los rieles es monótono, la vida a bordo está en las antípodas. La primera jornada tiene dos paradas. La primera es para conocer Raqshi: las ruinas del predio arqueológico se ven a lo lejos, desde la estación donde niños y ancianas venden algunas artesanías a los ‘belmondistas’ que con sus smartphones último modelo bajan, como si viniesen de otro planeta, hasta este pueblito donde lo esencial es un gran lujo.

De la misma manera, los soberanos incas debían impresionar a sus súbditos cuando venían a Raqshi para honrar al dios Viracocha en el gigantesco templo cuyas paredes dominan todavía el conjunto de ruinas. La ciudad fortificada era una residencia secundaria para el emperador y su corte, a una jornada de caminata desde Cuzco. Como el tren, seguían el curso del río Vilcanota, el mismo que se llama Urubamba en el Valle Sagrado y nace en el nevado Chimboya, a cuyos pies pasa el Andean Explorer cuando alcanza el punto más alto de su recorrido.

Esa es la segunda parada del día, para sacar fotos al cartel que indica la altura exacta: 4.319 metros. Hay que apurarse para cumplir con ese trámite turístico antes del anochecer: aquí arriba el sol desaparece rápidamente detrás de las cumbres de los Andes y la oscuridad se esparce de golpe por el Altiplano. Nuevamente a bordo, se retoma la rutina de las idas y venidas entre las cabinas y el bar, caminando a paso de marinero, balanceándose de un costado al otro. A esta altura del viaje, como en los pagos chicos, los nombres, las nacionalidades y algunas historias de vida se pasan de boca en boca, y al momento de la cena ya los apenas 40 pasajeros nos comportamos como viejos conocidos.

 

Final y principio

Desde su lanzamiento en mayo de 2017, el Andean Explorer se ha convertido en una de las grandes atracciones turísticas de Perú. La mayor diferencia con sus pares en Europa es que circula de día y se detiene por las noches. La primera interrupción nocturna se hace en el puerto de Puno, adonde se llega luego de la cena: la formación permanece quieta, custodiada por guardias armados dentro de un recinto cercado por alambres. Es algo que se descubre recién por la mañana del segundo día, al bajarse para la excursión o ver el alba sobre las aguas del Titicaca.

La jornada transcurre entre dos visitas lacustres. Una embarcación espera a los ‘belmondistas’ para llevarlos de visita a la isla de totora que les fue asignada, donde espera una familia de indígenas uros. Enseguida después se visita la comunidad de los taquiles, que viven aislados en medio del Titicaca. El contraste es elocuente: la autenticidad artificial de los uros contrasta con la artificial complacencia de los taquiles porque mientras los primeros reciben a los turistas como un trabajo en cadena, los otros apenas alteran sus quehaceres.

De regreso en Puno se sube al tren para atravesar la ciudad y cruzar otra porción del Altiplano. Durante largos minutos, las vías se abren camino en medio de una urbanización caótica de casas y calles, en busca de la árida pampa de la Puna. El convoy se detiene antes de la medianoche, cuando los más noctámbulos dejaron el bar, donde un músico local interpretó versiones acústicas de los grandes éxitos del rock argentino.

El paisaje del paraje se desvela por la mañana del tercer y último día: es una pequeña laguna en medio del desierto, en un paraje llamado Saracocha. Esta vez, al despertar, se hace evidente que no hizo falta tanto vigilancia como en Puno: los únicos seres que miran el tren son vicuñas… Hasta Arequipa, el tren circulará entre los 3.500 y los 4 mil metros. En medio de la silenciosa soledad de los Andes, mientras el sol intensifica el azul del cielo, parece improbable que haya una ciudad al final de las vías.

Faltan todavía horas para llegar a Arequipa. En rigor, falta una jornada entera de traqueteo por un ramal vigilado por el imponente volcán Misti. Muy de vez en cuando, las montañas son heridas por complejos mineros: son los tatuajes del modernismo en los Andes, la fuente de la nueva riqueza de Perú. La única parada del día permite ver un sitio arqueológico preincaico con pinturas rupestres en un desfiladero de rocas.

Finalmente, la locomotora y sus vagones regresan a pagos conocidos: suburbios, cruces de rutas y de calles, niños que saludan detrás de las barreras, casas y, finalmente, andenes. Ahora es tiempo de conocer Arequipa, su plaza histórica y sus monumentos, su centro y el monasterio de Santa Catalina, hitos arquitectónicos que muchos conocimos gracias a Mario Vargas Llosa, el hijo más famoso de la ciudad.

Datos útiles

El costo del viaje (tres días, dos noches) con servicio todo incluido: comidas, bebidas, tragos, excursiones y traslados es u$s 1.500. Se puede hacer en ambos sentidos, desde Cuzco o desde Arequipa.

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