Floripa: conocé los secretos de uno de los destinos favoritos de los argentinos

Lejos de las playas más populares, hay un circuito casi secreto de restaurantes que sirven ostras cultivadas allí nomás, fiestas de samba y senderos que llevan a paraísos escondidos.

Veneno acaba de llegar al rancho. Trae bolsas cargadas de pez espada y un balde hasta arriba de camarones. Es pescador, vive del mar y tiene la cara llena de sol, algunas marcas de malas rachas y mucha sal. Es largo y habla para adentro. Vive acá al lado, y todos los días de la vida ofrece su pesca a los restaurantes que hilvanan la costa desde Sambaquí hasta Santo Antonio de Lisboa, el corredor del buen comer de Florianópolis. Pero los primeros compradores siempre son los socios del rancho, un grupo selecto de brasileños que comparten comidas, charlas y muchísima cerveza en estas cuatro paredes que lindan con el mar. Pesamos en la balanza, limpiamos un buen manojo de camarones e improvisamos una comida con leche de coco. La tarde avanza sobre la mesa y a nadie le importa: estamos en Brasil.

No hace tanto, Sambaquí tenía calles de tierra, perros durmiendo la siesta y terrenos a la venta por u$s 1000 a u$s 3 mil. Hoy, las casas de la punta cuestan millones de dólares y el barrio aloja algunos de los restaurantes más caros de la isla.

Además, Sambaquí se hizo la fama de tener el mejor atardecer: justo enfrente se ilumina el puente colgante y a los lados se despliega la multitud del continente. Entre los ranchos está el de Neco, donde durante el día Baijinho trabaja en el cultivo de ostras, y los domingos a la noche se arman fiestas de samba raíz. Esto es: una banda de la casa, músicos que entran y salen de escena sin preámbulos; más gente que no para de llegar, y se aprieta, y baila y canta y toma caipirinhas. Y a nadie le importa que el lugar huela a pescado.

Ruta gastronómica del sol poniente. Ubicada entre Santo Antonio de Lisboa y Sambaquí, vale la pena almorzar o cenar en cualquiera de los restaurantes con deck sobre el mar. Todos ofrecen platos a base de pescados y mariscos súper frescos. Lo mejor: se ven los cultivos de ostras desde las mesas.

De Sambaquí a Santo Antonio de Lisboa hay tres kilómetros sin desperdicio para hacer a pie: de hecho, siempre hay vecinos yendo y viniendo por este camino de piedra junto al mar. Santo Antonio es colonial, con mucho azulejo portugués, veredas de 30 centímetros, ferias y tiendas de artesanías, y una iglesia de 1750. Es uno de los barrios más antiguos de Florianópolis, donde se instalaron los primeros inmigrantes que llegaron de las Ilhas dos Açores en el siglo XVI. Sobre la calle principal, casi frente a la plaza, hay una marina con boyas para veleros. Hay unos 30 en este momento: algunos más grandes, otros más pequeños, y el nuestro, de color amarillo, casi en la línea del horizonte. Llegamos a vela hace un año, más o menos, con el plan de navegar sin tiempos por la costa de Brasil hacia el norte.

 

 

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Por tierra

Sin apuro, alternamos trabajos pendientes en nuestro barco con paseos por la isla. Tenemos que pintar el fondo y algunos puntos de óxido en el cockpit -el barco es de acero-, alinear el eje y conseguir un gomoncito para poder desembarcar en los sucesivos puertos y bahías que aparezcan en nuestra proa. Los martes, por ejemplo, la marina cierra y nos dá la mejor excusa para no trabajar a bordo y, en cambio, pasear y conocer playas nuevas.

500 mil. Es la cantidad de habitantes de Florianópolis, capital del estado de Santa Catarina, según el censo de 2018. Es la ciudad con mejor calidad de vida de Brasil según el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas.

Muy cerca de Santo Antonio, unos 10 kilómetros hacia el norte, el primer martes ‘de ferias’ nos fuimos a Jureré Internacional. Es Miami en Brasil, con bulevares de palmeras, caserones inmensos, Ferraris, Lamborghinis, calles anchas y el P12, que organiza las fiestas más exclusivas de la isla. La playa es larga, limpia, de aguas tranquilas y piedras para trepar a los costados. Casi junto a las carpas blancas del P12 hay un barcito encantador, Boteco Caravela. Y en esa punta, arriba, vale la pena visitar la antigua Fortaleza de São José da Ponta Grossa.

Por aire

La isla tiene 42 playas en 600 kilómetros cuadrados. Del lado del continente se caracterizan por tener mares calmos, sin mucha ola, como Canasvieiras, Daniela y Ribeirão da Ilha en el sur; y del lado de afuera son playas surfistas, como Joaquina, Mole y Barra da Lagoa. En un mismo día se puede ver esta diferencia adentro-afuera visitando las playas de Lagoinha do Norte, bien en el extremo norte de la isla, que es una pileta de mar; y Brava, cruzando un morro en un paseo a pie de 10 minutos.

Hay 42 arenas oficiales, y probablemente sean más, pero las mejores siempre son las de difícil acceso, esas a las que se llega sólo por mar o a través de un sendero o trilha, como Lagoinha do Leste. Es la Ley de Murphy. En Pântano do Sul hay un camino, muy angosto, que encuentra sólo quien se anima a preguntar. El senderito pasa junto a los alambrados de unas casas repletas de perros que ladran, y trepa empinado, especialmente los primeros 500 metros. Sube, sube, descubre unas cascaditas de agua dulce, sigue subiendo y, en lo más alto, regala un balcón de 360º con vista a Lagoinha do Leste, la isla entera, y todo el Atlántico en el horizonte.

El M2 más caro. Junto a los pisos de la Avenida Beiramar, Jureré Internacional tiene el metro cuadrado más caro de Florianópolis, con un precio promedio de 9500 reales y picos de 10.500 según la zona y tipo de propiedad.

Los surfistas pasan de largo, saltando de piedra en piedra con la tabla bajo el brazo. Están bien entrenados. El morro cuesta abajo es bastante más fácil, y el sonido del mar, cada vez más fuerte, anima a terminar la trilha. Ya en la arena, de cara a una playa para pocos, a nadie le importa ya el esfuerzo de la caminata.

Por mar

Vinimos a vela. Pero para que existiera este viaje hubo muchos previos a Florianópolis y a otros destinos en la costa de Brasil. Es un país seductor, caliente, de frutas exóticas, bailes apretados, ojotas, bossa nova, samba, mucho verde y carnaval. Con estos atributos, nuestro vecino carioca llama cada verano. Y ahora nos convenció de venir a pasar al menos un año en sus mares. Mientras terminamos los arreglos en el barco, hacemos un último paseo por la Ilha da Magia, como le dicen.

Cerca del centro, cruzando la isla por su parte más angosta, se llega a Praia do Campeche. Una versión que explica su nombre tiene que ver con el escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry. Dicen que en los años ‘20 su ruta París-Buenos Aires incluía una escala acá, donde funcionó el primer aeropuerto de Florianópolis, y que Saint-Exupéry lo llamaba en francés champ et pêche, o sea, campo de pesca.

Justo enfrente está la isla de Campeche, un área de preservación ambiental que permite el ingreso de hasta 800 personas por día. Se puede llegar en lancha: tiene playas de arena blanca, mar turquesa y cristalino perfecto para hacer esnórquel, mucha vegetación y coatíes a la caza de mochilas abiertas. Además hay senderos que recorren pinturas rupestres y petroglifos de miles de años de antigüedad. Hasta hace poco, esta isla era tierra exclusiva de pescadores nacidos y criados en Florianópolis. Hoy, son muchos los que nos sentimos tentados de continuar explorando tantos secretos que guardan todavía la isla mágica.

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