Barrilete cósmico...¿a qué planeta te fuiste?

Jugó e hizo jugar. Su estrella iluminó hasta a sus rivales. Fuera de la cancha, se convirtió en una síntesis de la Argentina

¨¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!". Los ojos llenos de bronca. Odio. El puño apretado. El mismo que, cuatro años antes, se había alzado para ser un país gritando por la Argentina, estaba bajo, contenido, cargando fuerza para defender el orgullo nacional, mancillado por una silbatina vil de una Italia sangrante que clamaba por vendetta. Lloraste. Como nadie por esa camiseta, que era tu piel. Tus lágrimas fueron las de millones. También, las mías. Ese 8 de julio de 1990 fue la última vez que lloré.

Mi primer recuerdo es una camiseta de Boca. La 10. Tenía 3 años. Vos ya valías 10 palos verdes y escribías esa hermosa historia de amor y locura que fue el Metro del '81. Amor y locura. ¿Acaso no es eso la pasión? Lo que siempre te definió. Lo que, más allá del toque divino de tu zurda, te hizo levantarte tantas veces como caerte. Tu marca de nacimiento en el barrio privado: privado de luz, de agua, de teléfono... Fiorito moldeó a "este petiso respondón y calentón", que "tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba", como te describió Galeano. Necesitabas la adversidad. La devorabas para agigantarte. Te hizo falta el calvario de Barcelona para que hicieras de Nápoles un paraíso; la plancha testicular a Batista -el brasileño, no tu incondicional Checho- para que te juramentaras ser el mejor del mundo.

Llegaste a México para ser campeón. Te fuiste del Azteca con la Copa. Esquivaste (y aguantaste) patadas coreanas, uruguayas y europeas. Vengaste Malvinas con un robo a la Corona. Como esa picardía era indigna de tu genio, desparramaste súbditos de Su Majestad; pinceladas sobre el lienzo verde de tu obra máxima. Pese a que, para vos, no fue ese, sino un gol a Huracán, después de tirarle un caño a tu respetado Carrascosa.

Jugabas y hacías jugar. Tu estrella iluminó hasta a tus rivales. ¿Quién se acordaría, si no, del indecoroso Reyna o de Goikoetxea, ese vasco criminal? Guiaste. Lideraste. En 1990 fuiste pura voluntad. Con ese tobillo que te anclaba al césped, liberaste al hijo del viento para arruinar el sueño de tu detestado Havelange. Te convertiste en la bandera de un grupo que resucitó cada vez que lo mataron. Y que le recordó a tus napolitanos que el Sur existe. Afrenta imperdonable para esa Italia que te odió años y a la que enmudeciste al mostrarle que, en el San Paolo, la Azzurra no era local.

Roma no paga traidores. Tampoco olvida deudas. Te bajó el pulgar. Quiso quebrarte el alma; de tu cuerpo, ya se habían encargado cameruneses, soviéticos y demás. El circo no te humilló. Tuvo que orquestar el despojo, por tu fiera resistencia en la arena al león alemán. El principio del fin. Fue ahí, y no en el Foxboro Stadium, cuando te empezaron a cortar las piernas.

Fuiste himno. "Maradó, maradó", el reclamo del país, tras cada desilusión nacional. Hasta que tuviste la tuya, con el traje de técnico en un Mundial. Fuera de la cancha, fuiste un fenómeno social. La ilusión de la Argentina potencia; de la que le cantaba la justa y le ponía las íes al resto del mundo, sean reyes, presidentes o el Papa, que podía ser el vicario de Dios en la Tierra pero vos, Diego, a fin de cuentas, eras D10s.

Personificaste, además, la síntesis de una Argentina que alternó la pizza y el champán con el proyecto nacional y popular. Un país en el que, a muchos, les fue más fácil criticar tus contradicciones (y adicciones) que reconocer las propias. Que te encumbró y te derrumbó. Que compartió tus alegrías y tristezas, acompañándote al Cielo y a tus infiernos.

Mientras escribo, lagrimeo. Al final, es cierto. No sos de este mundo. Nos dejaste para desplegar tu magia en algún otro lugar. Sos inmortal. Eterno. Barrilete cósmico, ¿a qué planeta te fuiste?

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