Prestar atención: cuando la pandemia echa luz sobre los cuidados

Una palabra ha conocido un aumento exponencial de su uso estos últimos tres meses: el cuidado, o los cuidados. En los discursos oficiales, en las recomendaciones de expertos y expertas en temas de salud, en los medios de comunicación, el cuidado está en boca de todos. En boca de todos sí, pero ¿quién realmente asume su responsabilidad cotidiana? ¿Acaso el cuidado apareció con la pandemia? Lo que las economistas del cuidado y otras especialistas plantean e intentan sensibilizar desde hace años, con la sensación de predicar en el desierto, las medidas tomadas ante la pandemia lo pusieron al desnudo de manera contundente: las actividades y las responsabilidades de cuidado, ampliamente subestimadas, son centrales para las sociedades y se encuentran muy desigualmente distribuidas.

En los países de la región –Argentina no es una excepción– el mayor peso de los cuidados recae en las familias. A pesar de los procesos de envejecimiento, de las transformaciones familiares, de la mayor inserción de las mujeres en el mercado laboral, las necesidades de cuidados siguen dependiendo de los recursos de los que disponen las familias para hacer frente a sus exigencias. Hay quienes pueden comprar servicios en el mercado. Hay quienes pueden contar con redes de apoyo. Hay quienes acceden a dispositivos públicos. Hay quienes recurren a organizaciones comunitarias. Hay quienes dejan otras oportunidades de vida para dedicarse, sin remuneración ni reconocimiento, a las necesidades familiares. Detrás de este “quienes , una inmensa mayoría de mujeres: madres, tías, hermanas, adultas mayores, vecinas, empleadas domésticas, cuidadoras, maestras. Mujeres que acuden (remunerando a no) a otras mujeres, pues en término de redistribución de estas tareas con los hombres, queda un largo camino por recorrer.

La cuarentena se tradujo en un aumento importante del cuidado dentro de los hogares. Además de extremar las medidas de higiene (lavado de manos, de piso, de objetos que llegan de afuera, etc.), pensar en más comidas, para más personas, limpiar más seguido, ocuparse de los niños y las niñas privados de escuela, asegurar el seguimiento del aprendizaje educativo, cuidar de los mayores, mantener los lazos afectivos a distancia, intentar aliviar los efectos del encierro prolongado en los menores, pero también en los adultos. Para muchas mujeres, entre las que se encuentran confinadas, se suman las exigencias del teletrabajo, en situaciones caóticas e insostenibles.

La pandemia, más que crear, devela la centralidad y el peso del cuidado cotidiano. También pone al desnudo, eso ha sido particularmente patente en América Latina, las profundas desigualdades sociales. La pandemia y la tardía reacción de los poderes públicos no hacen más que echar una luz cruda sobre “la relegación de los barrios que justamente así llamamos –barrios relegados, villas– y el trabajo descomunal de cuidado comunitarios que vecinas y vecinos, y muchos jóvenes, despliegan para sostener sus existencias precarizadas y espacio de vida compartido, y que ponen en evidencia no sólo las fallas del Estado sino también de nuestra responsabilidad colectiva. Todas estas personas, todas estas mujeres, sostienen la vida ordinaria. 

La pandemia, finalmente, pone de relieve otros aspectos de nuestra vida social y otras paradojas. Nos permite ver cómo dependemos los unos de los otros, cómo dependemos de quienes aseguran las actividades más esenciales, evidenciando nuestra condición de humanos vulnerables e interrelacionados. Cuando todas las actividades consideradas “no esenciales en tiempos de crisis se suspenden, ¿Cuáles quedan? ¿Quiénes son las y los trabajadores que, si, son “esenciales ? ¿Quiénes deben exponerse para que otras y otros nos podamos quedar protegidos en nuestras casas? Allí nuevamente la pandemia echa luz sobre actividades y trabajadores cuyo aporte solemos no ver ni valorar y es, sin embargo, tan vital.

El personal de salud y quienes aseguran las condiciones para que éste pueda hacer su trabajo, las cuidadoras de personas dependientes, el personal de las diferentes instituciones de cuidado, las y los empleados de empresas de alimentación, los repartidores, los basureros y barrenderos que mantienen nuestro espacio urbano vivible, las cuidadoras comunitarias, representan una parte importante de quienes fueron considerados “trabajadores esenciales , y realizan actividades que suelen ser socialmente desconsideradas, altamente feminizadas, mal remuneradas en empleos precarizados.

Son estas trabajadoras y estos trabajadores que, cuando todo lo demás puede suspenderse, aseguran la continuidad de la vida social. De allí surge esta gran paradoja:  el valor y la jerarquía sociales de estas actividades y de quienes las realizan no refleja su utilidad y su aporte sociales. En el contexto de la pandemia, esta paradoja y las desigualdades mencionadas se vuelven repentinamente visibles.

Falta saber si, en nuestro afán por volver a una “normalidad , seremos capaces de aprovechar la ocasión para plantearnos cuales son nuestras prioridades como sociedad, y cómo valorar el aporte de estas actividades y sus trabajadores, que habitualmente vemos y consideramos tan poco. Recordemos que podríamos estar expuestos repetidamente a episodios pandémicos como el que estamos viviendo, lo cual impone algunos cambios radicales en la manera de pensar y jerarquizar el trabajo humano, las interdependencias y las relaciones con el medioambiente.

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