Plegaria para evitar el olvido

La suerte estaba echada. Moshe Raszewski, un inmigrante polaco que había llegado a la Argentina con el anhelo de abrazar un futuro próspero, no estaba pudiendo, en ese verano porteño de 1939, reunir el dinero que le permitiera traer a Buenos Aires a su mujer, Machla Dzikowski, y a sus hijos Icek, Alter Kopel y Bajla Cyrla. Sin embargo, con la esperanza casi perdida, el azar estuvo de su lado. Un billete de lotería logró aquello para lo que un año de esfuerzo y trabajo no habían sido suficiente.

Al inicio de la última primavera en la que respiraría las brisas que llegaban del Mar Báltico, su familia más cercana se despidió de la humilde vida que llevaba en Bolimów, una pequeña aldea ubicada a pocos kilómetros de Lodz, para arribar un mes más tarde en el Río de la Plata, con unas pocas pertenencias. Sin hablar español, madre e hijos descendieron del barco el 22 de abril, casi cinco meses antes de que el ejército nazi comenzara la ocupación en Varsovia.

Ninguno de ellos sospechaba, entonces, que aquel transatlántico se convertiría no solo en la llave de acceso a un pequeño ascenso de clase social (los niños ya no iban a tener que cantar por las noches para olvidar el hambre ni ingresar a hurtadillas a las granjas vecinas en busca de alguna fruta con la que serenar sus penas) sino, también, en un gran escudo que los salvaría del horror del que no pudieron escapar sus abuelos, tíos, primos ni otros 6 millones de judíos (más otros grupos diversos) en los tiempos que siguieron hasta finalizada la Segunda Guerra Mundial.

Casi 55 años después, en un país inmaduro y ciclotímico -capaz de autoproclamarse un crisol de razas y, a la vez, de escribir los capítulos más oscuros que dejaron los años de plomo-, una mañana de invierno se encargaría de recordar que el desprecio por la vida, camuflado bajo otra investidura, podía estar a la vuelta de la esquina.

El 18 de julio de 1994, a las 9.53 de la mañana, un coche bomba hizo trizas los sueños de 85 almas, hirió a más de 300 personas, perforó el corazón de los allegados a las víctimas que dejó el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) y marcó una nueva cicatriz para esta nación que poco entiende de largoplacismo y de aprendizaje.

Tenía 13 años. Era lunes, el primer día de las vacaciones de invierno del primer año del colegio secundario. Dispuesta a disfrutar de una jornada de ocio, y libre de culpas, había encendido el televisor. Así encontré las primeras imágenes de los rescates entre los escombros y de una calle Pasteur conmovida por la locura; escuché los gritos, sentí las sirenas y tomé contacto con cuán cruel podía ser el mundo.

Entonces, aún no tenía mucha noción acerca de cómo vincularme con la herencia que marcaban mis raíces maternas ni de cuán cerca estaba aquella explosión de reflotar el miedo y el dolor que había vivido mi familia medio siglo atrás. Pero el estallido en la mutual, el mayor ataque terrorista que vivió la Argentina, significaba más que una herida imposible de sanar.

Desde su fundación en 1894, un siglo antes del atentado, la AMIA se había convertido en un espacio de articulación y participación, a través de diversas actividades así como de su bolsa de trabajo, para la comunidad judía. Había recibido y acompañado a cientos de familias que, como los Raszewski, buscaban hacer de la Argentina un hogar.

Pasaron 25 años, siete jefes de Estado, 17 ministros de Economía y 13 presidentes en el BCRA. Atravesamos muchas crisis. Adoptamos nuevas tecnologías. Vimos nacer unicornios y fuimos testigos de un sistema inoperante a la hora de dar con la verdad. Pero, cada nuevo 18 de julio, el tiempo parece detenerse en busca de respuestas y en demanda de justicia.

Lejos de la niña que alguna vez fui, hoy uno las piezas del rompecabezas que conforma mi propia identidad. Bajla Cyrla, mi abuela, la pequeña de 9 años que llegó a Buenos Aires junto a su madre y sus dos hermanos, raramente hablaba del pasado porque era demasiado doloroso. Pero el silencio también lo es. Y hoy, nuevamente, hay 85 razones para no olvidar.

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