Confesiones de CFK: la foto que le negó a Macri y ahondó la grieta

En su libro, Sinceramente, la expresidenta cuenta en primera persona porqué se resistió a traspasarle a su sucesor los atributos del mando y revela la entretela de una decisión tan absurda como orquestada para prolongar la división entre los argentinos.

La semana anterior, el presidente electo Mauricio Macri  había venido a verme a Olivos para coordinar el traspaso del gobierno. Llegó por la tarde. Lo esperé en el despacho presidencial de la jefatura de gabinete parada en la puerta, de modo tal que cuando esta se abriera y él ingresara, yo estuviera ahí para extenderle la mano.

Sin embargo, tardó un buen rato porque lo primero que hizo, antes de verme, fue ir al baño. Le pregunté a Mariano, mi secretario: ¿Y, dónde está? "En el baño", me dijo y se encogió de ombros. Cuando me dio la mano sentí que estaba muy tenso, duro. Casi no hablaba y me miraba muy fijamente hasta que me dijo, como si fuera una orden: "Usted tiene que entregarme el poder en la Casa Rosada". "No", le contesté. "Eso hay que hacerlo en el Parlamento", y en seguida le aclaré: "Usted no puede dar el discurso ante la Asamblea Legislativa si aún no es presidente, por eso tengo que ir a la Asamblea, antes de su discurso, entregarle la banda y el bastón presidencial".

Y le leí el artículo 93 de la Constitución Nacional: "Al tomar posesión de su cargo el presidente y vicepresidente prestarán juramento, en manos del presidente del Senado y ante el Congreso reunido en Asamblea, respetando sus creencias religiosas, de desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente (o vicepresidente) de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina". Me contestó: "No, nunca fue así". Le expliqué que con Néstor Kirchner  y Eduardo Duhalde había sido así y que seríamos el único país del mundo donde pasara eso que él quería hacer: que el mandato de un presidente terminara el día previo. No había pasado con Raúl Alfonsín, ni con Carlos Menem, ni con Fernando de la Rúa. Pasó conmigo nada más. Y pasó conmigo porque soy mujer y además una mujer sola. No sé quién lo aconsejó. Durante esa reunión en Olivos, recuerdo que me insistió varias veces que quería que yo fuera a entregarle la banda y el bastón a la Casa Rosada por la tarde. Le contesté que eso no tenía sentido, que a la tarde ya no iba a ser más presidenta. Le quería hacer entender que si él había hablado a la mañana ante la Asamblea Legislativa, ya era él y no yo el presidente.

¿Qué iba a hacer yo llegando a la Casa Rosada portando los atributos presidenciales sin ser presidenta? ¿Los iba a llevar en la cartera? Ridículo. Finalmente, antes de que se fuera de Olivos, habíamos llegado a un acuerdo: iba a entregarle banda y bastón en el Parlamento, ante la Asamblea Legislativa. Para distender un poco, después de la discusión, le pregunté a quién pensaba elegir como presidente provisional del Senado. Me dijo que iba a poner a Juan Carlos Marino, el senador radical por La Pampa. Le aconsejé que le convenía poner a alguien de su propio partido político, como Federico Pinedo. Me pareció que la idea le había gustado y sonriendo, por primera y única vez en la reunión, me dijo: "A usted le cae bien Pinedo".

Al salir de Olivos habló con la prensa y dijo que había sido una buena reunión. Sin embargo, sorpresivamente, al otro día por la mañana me llamó por teléfono. Gritaba y me culpaba de querer arruinarle la asunción. Yo no entendía qué había pasado y le dije que no me gritara ni me maltratara. Se puso más violento todavía hasta que finalmente no me quedó más remedio que cortar la comunicación, no sin antes decirle que no estaba dispuesta aguantar ese maltrato y que ya iban a llamar a sus colaboradores desde la Secretaría General de la Presidencia. Yo estaba en Olivos. Cuando corté, Máximo, que había presenciado en silencio toda la escena, me mira y me dice: "¿Qué le pasa a éste?". Le cuento: "No quiere que vaya al Congreso a la mañana a hacer la transmisión del mando. Quiere que vaya a la tarde a la Rosada".

Ese día, durante el almuerzo, llegamos a una conclusión: Macri tenía miedo de que hubiera grupos de militantes nuestros en las bandejas del recinto, una multitud despidiéndome en la Plaza del Congreso y él tener que llegar en el auto para subir la escalinata del Parlamento frente a una plaza colmada. Los posteriores actos públicos del gobierno de Cambiemos, vallados y vacíos de gente o con concurrencia rigurosamente controlada y vigilada, no hicieron más que confirmar aquel análisis. Sin embargo, la certeza irrefutable de lo charlado en aquel almuerzo llegó el 20 de junio de 2018, cuando por primera vez un presidente argentino anuncia que no asistirá al emblemático acto por el día de la bandera en Rosario, a orillas del Paraná, por miedo a manifestaciones en su contra.

Por esos temores, aquel 10 de diciembre él se perdió algo que es esencial: la simbología de un acto de triunfo político expresado en su máximo grado institucional. Porque, ¿qué otra cosa era sino ese traspaso de mando? Quien se asumía como representante y significante de lo nacional, popular y democrático le entregaba el gobierno a quien había llegado en nombre del proyecto neoliberal y empresarial de la Argentina, más allá del marketing electoral cazabobos. Muchas veces, después del ballottage, pensé en esa foto que la historia finalmente no tuvo: yo, frente a la Asamblea Legislativa, entregándole los atributos presidenciales a... ¡Mauricio Macri! Lo pensaba y se me estrujaba el corazón. Es más, ya había imaginado cómo hacerlo: me sacaba la banda y, junto al bastón, los depositaba suavemente sobre el estrado de la presidencia de la Asamblea, lo saludaba y me retiraba.

Todo Cambiemos quería esa foto mía entregándole el mando a Macri porque no era cualquier otro presidente. Era Cristina, era la "yegua", la soberbia, la autoritaria, la populista en un acto de rendición. ¿Por qué Macri se perdió esa foto? ¿Pudieron más sus miedos? Este episodio, sin embargo, fue revelador del grado de odio y de una manipulación judicial inédita que despuntaba en Argentina; pero, sobre todo, de lo que Mauricio Macri y quienes lo acompañaban estaban dispuestos a hacer. H

abía llegado a la Casa Rosada un grupo de empresarios listos para cualquier cosa con tal de lograr sus fines. No sé si, además y de yapa, quisieron provocar un conflicto, por lo menos simbólico, ya que no habían logrado echarnos del poder en medio de una crisis económica y social, como lo intentaron, sin éxito, durante los ocho años de mi mandato. Otra pregunta que todavía me sigo haciendo: ¿por qué ese 10 de diciembre de 2015 Mauricio Macri no juró por la Patria? ¿Por qué no respetó la fórmula que establece la Constitución para la jura presidencial, que exige lealtad y patriotismo para desempeñar el cargo? Porque más allá de que la palabra "Patria" está vinculada a todo lo que somos nosotros, a nuestra simbología, a nuestra manera de comunicarnos y reconocernos -como por ejemplo la frase "la Patria es el otro"- aun así y a pesar de las distintas posiciones (...), la Patria es esencialmente una idea que nos define como sociedad y todos los presidentes están obligados constitucionalmente a jurar por ella.

Así que no fue un buen signo que en su primer acto institucional (...), no cumpliera con la Constitución Nacional. Si bien los medios le perdonaron el "error", ese cambio siempre me hizo mucho ruido, al igual que su negativa evidente a hacer la señal de la cruz antes del Amén. Cuando se me viene a la cabeza la imagen de Macri dando manotazos al aire para evitar persignarse, no puedo parar de reírme. ¿Sabrá hacerlo? (...) Lo cierto es que ese 9 de diciembre del 2015 me despedí de los argentinos y las argentinas en la Plaza de Mayo, un día antes de que terminara mi mandato.

Había pasado mis últimos días en el gobierno entre Olivos y la Casa Rosada. Normalmente desayunaba y trabajaba durante la mañana en la residencia presidencial -ahora, al contarlo, me doy cuenta de que había dejado de hacer actividad física en los últimos tiempos- recibía ministros y leía o preparaba algún trabajo. Después del mediodía almorzaba con Carlos Zannini, con quien también comía por la noche, exactamente igual que cuando estaba Néstor. Por la tarde trabajaba en Casa de Gobierno hasta las diez o diez y media de la noche. Todos los días, entre las siete y ocho de la tarde, firmaba los decretos. Es la rutina de un gobernante. No fue distinta la semana previa a que entregara el gobierno. Me sentía tranquila, había dejado la Casa Rosada como había dejado el gobierno. (...)

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