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Mitos y verdades sobre el dinero y la felicidad

En su nuevo libro, el economista dice que los países con mayor PBI por cápita no son los más felices y se lanza a descubrir los motivos por los que la plata no puede comprar satisfacción. De los bienes materiales y el status social al bienestar emocional.

(...) Rolf Gunnar tiene 28 años y un empleo de tiempo completo en Polimoon, una compañía noruega de productos plásticos que paga salarios altos y ofrece las mejores condiciones laborales para su personal. Hasta mediados de 2001 era un tipo feliz, tenía auto, casa y una hermosa familia. Cada tanto dilapidaba unos días de vacaciones en una playita poco conocida del sur de Italia.

Sin embargo, ese año, el fisco del país nórdico hizo públicas en internet las declaraciones de impuestos de todos los ciudadanos. En un país de alto cumplimiento tributario y donde todo el mundo paga impuesto a las ganancias, el dato informa directamente respecto del nivel de ingresos de cada contribuyente. Rolf consultó primero sus propios datos, un poco para asegurarse que la información publicada fuera correcta y otro poco por el placer de encontrarse en el listado, como esos corredores de maratones que, a la semana siguiente a la competencia, aun cuando conocen perfectamente el tiempo que emplearon en recorrer los 10 kilómetros, hurgan en el listado para confirmar su crono.

Hubo un antes y un después. Como quien prueba droga por primera vez, el noruego no pudo detenerse. Miró la liquidación de impuestos de su mujer, la de sus hijos, la de sus padres y la de una ex novia que hacía tiempo no veía aunque evidentemente le costaba olvidar. La curiosidad lo poseyó y cometió el peor error de todos: se le ocurrió mirar cuánto pagaban de ganancias sus compañeros de oficina. El dato lo fulminó; casi todos ganaban más que él.

Lo que hasta ese momento lucía como un sueldo atractivo, desde entonces tendría el sabor de un plato amargo. La historia es el relato ficticio de un hecho verosímil que el economista argentino Ricardo Pérez Truglia documentó en una reciente investigación, en la que analizó el impacto que esa liberación de información tuvo en los resultados de las encuestas de felicidad que anualmente se hacen en ese país europeo.

Concretamente, Truglia descubrió que luego de que fuera posible mirar las declaraciones de impuestos de todos los noruegos, el impacto que los ingresos tienen en la felicidad creció un 33%. Esto por supuesto no quiere decir que la publicación de los datos fiscales haya hecho un 33% más felices a los nórdicos, sino que el impacto del ingreso en la felicidad fue mayor. Así, las personas de más altos ingresos ahora eran más felices, no porque previamente desconocieran cuánto ganaban, sino porque tomaban consciencia de su posición en referencia a sus vecinos y amigos.

Evidentemente, el resultado muestra que a la gente no solo le importa su nivel de ingresos, sino que nuestra felicidad puede, a su vez, verse afectada al compararnos con otros, como consecuencia de que nuestra posición económica real deja de ser un secreto y es observable por los demás.
En otras palabras y como descubrió hace cien años el sociólogo Thorstein Veblen, los ingresos impactan en la felicidad si podemos hacer visibles nuestros consumos a los demás. Hay dos conjeturas para dar cuenta de por qué nos importa más nuestro ingreso relativo que lo que ganamos en términos absolutos. Las voy a llamar la "hipótesis mala" y la "hipó tesis buena".

La idea buena es que la satisfacción depende de las expectativas, y no hay modo de fijarse una meta sin saber cuánto es razonable ganar. Eso me sucedió cuando empecé a dictar conferencias en empresas; en el mundo académico los salarios son bastante chatos, pero en el ámbito corporativo se paga mucho mejor. Como nadie nace sabiendo cuánto puede pedir por una disertación o un trabajo de consultoría, lo habitual es preguntar a los colegas que tienen más experiencia y considerarse satisfecho si uno logra que le paguen la norma (...).

(...) La hipótesis antipática es que nuestra preferencia por las comparaciones es simplemente una consecuencia de las presiones del proceso de evolución de nuestra especie. Mal que nos pese, somos animales sociales y en todos los grupos de las distintas especies, sin excepción en el caso particular de los mamíferos, los miembros se organizan en estructuras jerárquicas que ordenan las prioridades de acceso a los recursos alimentarios y sexuales (...).

(...) En este punto me resulta interesante plantear lo que el psicólogo estadounidense Abraham Maslow sostuvo hace más de sesenta años: la existencia de una pirámide de necesidades, según la cual superadas las preocupaciones por el alimento y la seguridad, emergía la búsqueda del reconocimiento y aceptación social, que explicaría por qué consumimos "bienes presuntuosos", que son aquellos que no están destinados a satisfacer un placer privado, sino más bien a señalizar nuestra posición socioeconómica, con el objeto de cosechar los supuestos beneficios del posicionamiento jerárquico.

Así, cuando nos compramos una camisa con un cocodrilo en el pecho, o unas zapatillas de la misma marca de las que usaba Michael Jordan, no obtenemos una satisfacción directa muy diferente que la que se consigue con otra camisa sin etiqueta o con un calzado marca Nike, pero con su ostentación logramos una felicidad indirecta, al transmitir el mensaje de que somos más productivos que los demás. En cierto sentido, el capitalismo es una fabulosa herramienta de posicionamiento en la jerarquía social.

La búsqueda del consumo de bienes con capacidad de ostentación social, a la que hacía referencia Veblen, permite explicar la emergencia de las marcas y el desarrollo del marketing y el branding, como ciencias que trabajan en la construcción de símbolos que permiten canalizar esas pulsiones por pertenecer.

No se trata ya de imponer o crear la necesidad de una marca, sino que estos productos canalizan los deseos de aceptación social, que son obviamente preexistentes incluso al capitalismo.
No solo la ubicación en un escalón superior de un orden social puede facilitar el acceso a un empleo, un contrato beneficioso, o una pareja atractiva, sino que los psicólogos sociales de la Universidad de Tilburg, Rob Nelissen y Marijn Meijers, descubrieron, además, que el mero hecho de usar una camisa de marca Lacoste o Tommy Hilfiger aumenta la percepción de estatus social de los demás y los hace más proclives a cooperar con quien luce ese símbolo de status.

Estos investigadores hicieron un experimento en el que un grupo de voluntarios simulaban ser candidatos para un empleo de asistente en la Universidad, con la particularidad de que la mitad de ellos usaban una prenda con la marca visible en la entrevista de trabajo. Luego les mostraron los videos de las entrevistas a 99 estudiantes, y les pidieron que juzgaran, en una escala de 1 a 7, cuán competentes les parecían los aspirantes y qué salario horario les pagarían. Sistemáticamente, los alumnos consideraron más competentes a los poseedores de las prendas de marca e incluso les asignaron un salario horario de 9,14 euros en contraste con los menos atractivos 8,36 que propusieron para los que tenían la misma camisa, pero sin el logo.

Y por si eso no fuera suficiente, el profesor Anthony Doob en un viejo artículo de la década del sesenta, demostró que en las intersecciones de calles en las que el primer auto detenido era de alta gama, los autos que estaban detrás eran menos propensos a tocar la bocina cuando el semáforo se ponía verde. En otras palabras, la gente dispensa un trato diferente a quienes presuntamente están más arriba en la jerarquía social (...).

(...) En términos psicoanalíticos, podríamos decir que el consumismo es una pulsión; una fuerza cuyo fin ya no es el mero posicionamiento en términos reales, sino lograr el reconocimiento del otro respecto de la ubicación que se detenta.

Y por si no alcanzara con nuestro deseo aparentemente innato de acomodarnos en la jerarquía de nuestro grupo de referencia, de nuestra tribu, Maslow planteaba que la satisfacción de la necesidad de reconocimiento social daba lugar a que surgiera, posteriori, una búsqueda de éxito que reforzara nuestra autoestima. Esto explicaría perfectamente bien por qué el empresario que ya es exitoso, el corredor que ya completó su maratón en menos de tres horas y el montañista que llegó a la cima del Aconcagua, al día siguiente van por más. (,,,)

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