El neopopulismo y la década K

No es frecuente -ni siquiera en América latina, tan dada al abuso de lo epónimo- que una pareja gobernante confiera a un determinado periodo histórico la primera letra de su apellido marital. Pero eso es exactamente lo que el difunto Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner han logrado: que una década de la vida de su país lleve como sello la undécima letra del alfabeto. Hay un "gobierno K", una "economía K", hasta una forma de hablar y comportarse "K". Basta invocar, en cualquier parte de Argentina, esa letra para que todo el mundo sepa no solo de quiénes sino, lo que es más elocuente, de qué se está hablando.
No es un logro menor. Ni siquiera la figura política que más marcó al país a lo largo del siglo XX, Juan Domingo Perón, pudo convertirse en una letra que lo dice todo. Que los Kirchner hayan conseguido apropiarse de la letra K, proeza que no había logrado nadie desde el protagonista de El proceso, da una idea de lo desmesurado y traumático que ha sido el impacto del tándem que empezó siendo el de Néstor-Cristina y derivó en el de Cristina-Néstor. Es pronto para saber si "K" es un símbolo político que dirá algo a las futuras generaciones o un efecto pasajero que morirá con ese gobierno, al que le queda poco tiempo. Pero lo que no admite duda es que las consecuencias del kirchnerismo tendrán muy larga duración, tal es el desastre institucional, moral y, ahora, económico que ha significado su paso por el poder.
Los Kirchner, haciendo gala de una mentalidad setentera, como dicen muchos argentinos, se olvidaron de que todos los experimentos populistas habían fracasado. Desde el inicio, sacaron del baúl de las cosas inservibles todo lo que en él había. Su modelo económico era simple: gastar mucho a costa del campo para potenciar a la ciudad, alentar el consumo mediante controles de toda índole, y proteger y subvencionar a la industria para estimular su crecimiento.
Cuando el expresidente peruano Alan García intentó esto a partir de 1985, la bomba populista le estalló en la cara dos años después. Pero a los Kirchner las cosas les duraron mucho más porque se sacaron la lotería por partida triple: la tendencia económica positiva que heredaron, el auge de las materias primas que empezaba cuando ellos llegaron al poder y la revolución tecnológica que se había producido en el campo en la década anterior, que ponía a los agricultores en inmejorable situación para aprovechar ese boom.
Cuando llegaron a la Casa Rosada, según datos inequívocos de la CEPAL, la economía se recuperaba: aumentaban las exportaciones y crecía el PIB. Se notaba poco, pero lo importante era la tendencia. Aun si no hubiera sido así, en poco tiempo habría ocurrido un cambio favorable de tendencia por la sencilla razón de que se iniciaba, después del periodo difícil que había atravesado la economía mundial durante cuatro años por las crisis asiática y rusa, un boom de materias primas, incluida la soja, que representan la cuarta parte de las exportaciones argentinas. Entre 2002 y 2012, las exportaciones se triplicaron, pasando de u$s 25.500 millones a u$s 81.200 millones. Por último, la reconversión del aparato productivo que habían generado las reformas de los años noventa situaba a las empresas en mejores condiciones para aprovechar el nuevo ambiente. Muy distinto habría sido que los Kirchner hubiesen heredado, por ejemplo, el aparato productivo antediluviano de inicios del decenio de 1990. No habrían podido aprovechar las circunstancias tan jugosamente ni financiar el populismo durante tanto tiempo, antes de que se sintieran las consecuencias.
Un dato resume por qué los Kirchner pudieron hacer durar el espejismo populista más tiempo que otros gobernantes: según el economista Carlos Melconian, en buena parte gracias al boom externo, llegaron a recaudar en total alrededor de un billón de dólares a lo largo de los años, monto casi equivalente al PBI de México. Este es un aspecto central de la farra populista aunque, como veremos luego, no el único, pues el gobierno se las arregló para que ese dinero no bastara para cubrir todo lo que gastaba. En cualquier caso, según datos del economista Ricardo López Murphy, el gasto público consolidado representaba un 27,5% del PIB en 2003, al inicio de la década K, y hoy supera el 45,8%, sin incluir las obras sociales (hablamos, pues, de niveles parecidos al costo del Estado de Bienestar francés). En moneda corriente, el gasto del gobierno federal se multiplicó por diez (casi lo mismo que la fortuna declarada de los K: una perfecta simetría patriótica). Este dinero, claro, no se destinaba a fines productivos o para el desarrollo de largo plazo: como porcentaje del gasto, bajaron la salud y la educación, y subieron los subsidios. De igual modo, el peso relativo del sector vinculado a las materias primas aumentó en comparación con el de la industria, a pesar de que Argentina tiene hoy el mayor nivel de protección comercial de América Latina, lo que, en la lógica kirchnerista, debía bastar para disparar la actividad industrial. Mencionamos ambas cosas por la ironía que encierran: casi no hubo discurso de los K en todos estos años en que no se fustigara el descuido del gasto en salud y educación de los gobiernos del pasado, su dependencia con respecto a las materias primas y la ruina industrial producida por el "neoliberalismo" y el "desarme" comercial. Para colmo, la productividad de los trabajadores empleados en la industria redujo su ritmo de crecimiento a la mitad del que había tenido en la década anterior, típico síntoma de un tejido industrial protegido por el Estado.
Los Kirchner también fustigaron, especialmente en la primera etapa, el desempleo provocado por las privatizaciones de los años noventa. Es cierto que la falta de flexibilidad laboral hizo difícil en ese periodo que quienes salieron de las empresas estatales encontraran rápidamente una alternativa en el sector privado, como ocurre en un mercado laboral más libre. Pero, una vez agotado el rebote del que hemos hablado, ¿con qué solucionó ese problema el kirchnerismo? Esencialmente, con empleo público, que a partir de 2008 creció a un ritmo tres veces superior (sí, tres) al del empleo privado. Para uno de cada cinco hogares en la Argentina de hoy, es decir en la Argentina de la inflación y el bajo nivel de inversión, el empleo público es la principal fuente de ingresos, si contamos los tres niveles de gobierno. ¿Puede pedirse una situación laboral más precaria que esa bajo un Estado desfinanciado? Solo si se toma en cuenta todo esto, se entiende por qué ese billón de dólares fue insuficiente para financiar el populismo y por qué tuvieron que apelar a recursos desesperados para seguir costeando los salarios, subsidios y programas asistencialistas destinados a convertir a millones de argentinos en seres dependientes del Estado y votantes cautivos.
En 2007, los K subieron las retenciones (impuestos) al campo, que ya eran considerables, y en 2008 provocaron una revuelta al tratar de fijar retenciones móviles cuyo efecto hubiera sido saquear dos terceras partes de la riqueza agrícola (hoy saquean, si sumamos todo, por lo menos la mitad, pero la resistencia de los agricultores impidió que las cosas fuesen peores). Ese mismo año expropiaron las AFJP, es decir el ahorro de las pensiones de millones de argentinos, que sumaba casi u$s 30.000 millones, y promulgaron una ley de "blanqueo" de capitales (luego darían otras). Al año siguiente entraron a saco en el Banco Central y se apoderaron de las reservas, lo que llevaría más tarde a un cambio de su ley orgánica para poner punto final a su independencia.
Aun así, el dinero no les alcanzaba. Por eso no dejaron de fabricar moneda artificial para intentar cubrir los gastos desbocados. El resultado fue una inflación anual de entre el 25 y el 30%, hasta que el gobierno tuvo que devaluar la moneda traumáticamente en enero de 2014 y la inflación se disparó por encima del 35%. Según datos del economista Luis Secco, de la Fundación Libertad, el ritmo de aumento de la oferta monetaria (medido según los agregados M1 y M2) ha sido de alrededor del 30% al año. Una verdadera bomba atómica monetaria.
También las nacionalizaciones tienen, en parte, el objetivo de financiar la farra populista. La más estruendosa fue la de YPF, la filial de Repsol, en 2012, maquinada por el entonces segundo de a bordo en el Ministerio de Economía, Alex Kiciloff (luego ascendido a ministro, no faltaba más). A nadie debe extrañar que, después de dos décadas, Argentina haya pasado a ser importador neto de energía a pesar de tener lo que, a partir del descubrimiento del yacimiento de Vaca Muerta, se calcula que puede ser la tercera mayor reserva de gas no convencional del mundo.
Era inevitable que, tarde o temprano, este sistema delirante estallara en mil pedazos. La farra duró unos años, durante los cuales hubo tasas de crecimiento del 8% que hicieron creer que esta vez la receta sí había funcionado, pero luego llegó la factura: inflación galopante, atonía empresarial, sequía de inversión extranjera y una fuga de divisas vertiginosa por la terca insistencia del gobierno en tratar de sostener una moneda sobrevaluada. (...)

* Extracto de Últimas noticias del nuevo idiota iberoamericano de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Montaner y lvaro Vargas Llosa.
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