Las decisiones deben ser acompañadas por una planificación que las haga efectivas

La última década se ha caracterizado por un aumento importante de la actividad estatal. Ya no se concibe al Estado como un problema al que hay que reducir a la mínima expresión. Por el contrario, se reivindica su potencialidad y se lo postula como garante de los intereses de los ciudadanos y principal responsable de la definición de los caminos para alcanzar las soluciones de los problemas sociales. Este es un contexto fértil para el retorno de la planificación pública. Es así que en los últimos años han aparecido numerosos planes tanto en el nivel nacional, como en los niveles provincial y local.
Este retorno de la planificación a la agenda se basa en un diagnóstico compartido: la asignación de recursos en base a prioridades no alcanza. A manera de ejemplo: la decisión de destinar el equivalente al 6% del PIB al sector educación constituye un acierto estratégico pero no se transforma automáticamente en buenos resultados. Es necesario acompañar estas decisiones con procesos sistemáticos de planificación que garanticen la efectividad de las políticas.
La planificación es una herramienta de libertad: su principal axioma es que los hombres pueden construir el futuro, pueden crear su destino. Ganar margen de autonomía, ampliar la capacidad de incidir en las principales variables del contexto, expandir el campo de lo posible, construir viabilidad a un destino previamente elegido, es lo que caracteriza a la planificación con perspectiva estratégica. Un país que no planifica necesariamente será arrastrado por los acontecimientos.
No obstante, la planificación ha tenido siempre mala prensa: muchos la consideran enemiga de la libertad. Si bien sus adversarios no plantean ahora críticas frontales, practican de manera sistemática el descreimiento en los procesos de planificación existentes. Las críticas hacen hincapié en la rigurosidad técnica de los planes: cualquier documento será visto como poco serio porque no contiene los medios necesarios para alcanzar los fines, porque es el resultado de la improvisación (y no de los que saben) o porque constituye solo un engaño gatopardista.
De manera más demagógica que ingenua, se identifica plan con solución. El plan es un documento en el que alguien vuelca blanco sobre negro los mecanismos de superación de ciertos problemas. Sin embargo, la planificación no es eso. O mejor: es mucho más que eso. En políticas públicas, no hay stricto sensu solución de problemas, lo que se da es un intercambio de problemas (cuando se revierte uno, se generan otros). La planificación implica un cálculo situacional permanente sobre este balance. Al mismo tiempo, lo no escrito es muchas veces la dimensión más importante de la planificación. La parte escrita es lo que se suele llamar plan, pero es sólo su aspecto normativo.
La mirada tecnocrática espanta a quienes están interesados en la solución efectiva de los problemas. Evidentemente la planificación es un proceso de mediación entre el conocimiento científico-técnico y la acción. Pero también es un proceso de mediación entre saberes diversos, entre racionalidades heterogéneas, entre intereses diferentes. La planificación es un proceso profundamente político e indelegable. No planifica un equipo de economistas, planificadores y tecnócratas, planifica quién gobierna y lo hace teniendo en cuenta a los actores involucrados y a los destinatarios de las políticas.
El Plan Agroalimentario, sobre la base de una visión y unos objetivos con cierto grado de consenso, ha abierto un proceso de discusión sobre modelos, estrategias e instrumentos. Ya han participado 23 provincias, 7000 actores del sector, 53 facultades, 140 cámaras empresariales, 450 escuelas agrotécnicas, organizaciones sociales y organismos internacionales como CEPAL, FAO, IICA y PNUD. Hay discusiones de fondo ríspidas en este proceso, que han encontrado un cauce. En un sector que viene de una crisis tan traumática como la de 2008 esto es un elemento más importante aun que el libro del Plan. Algo similar ocurre con el Plan Industrial Argentina 2020 que mantiene en forma permanente 10 foros de análisis y propuestas sobre diversas cadenas de valor, en los que se confrontan análisis, perspectivas y demandas. En esta nueva generación de planes, la palabra plan no refiere un libro con la solución mágica, sino a un proceso de construcción colectiva.
Intentar invalidar estos procesos no aporta a la consolidación de políticas de Estado ni a la mejora de la calidad institucional. Por el contrario, el desafío en materia de planificación es cómo profundizarlos e institucionalizarlos.
Porque hasta ahora el establecimiento del rumbo, la definición de los grandes objetivos y la viabilización del proyecto -que implica lidiar con actores diversos e intereses contrapuestos, crear consenso, concitar alianzas y otras veces, por qué no, sobrellevar conflictos abiertos- han sido tareas que en la última década han recaído sobre los máximos dirigentes.
Ahora bien, esa actividad de conducción estratégica, que en gran medida depende de la capacidad de los estadistas, es necesario complementarla con un proceso sistemático que oriente al conjunto del Estado. Expandirla hacia abajo en un proceso explícito y metodológicamente orientado, a efectos de transformar lo que es una cualidad individual de aquellos líderes con capacidad estratégica en una capacidad estatal. Parece ser ese el camino que se está buscando.
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