Vida y muerte; tiempo y escanner

Por Alejandro Rozitchner, filósofo.

Acabo de dar un paso más en el desmantelamiento del departamento en el que vivía mi mamá, que murió el año pasado. La vengo llevando bien, la tarea, pero igual me pesa. No quiero ir, no tengo ganas de estar en ese barrio, de meterme ahí, mucho menos de decidir qué hacer con cada una de sus cosas, a las que no se puede conservar, de las que sólo pueden guardarse algunas y si es posible con el criterio de que la vida es nueva siempre, siempre sigue, que es un ir para adelante sin vuelta, que es duro a veces pero es así y ya.

¿Conservar qué, para qué, además, si la gran pérdida fue ella misma? ¿Por qué ponerse sentimental con objetos si lo que importaba era otra cosa? Esa idea me sirve para tirar, para desechar cosas que si no guardaría para siempre. ¿Para siempre, para qué vida? ¿Para la mía? ¿Acaso tengo tiempo, tengo espacio, tengo necesidad de renunciar a partes de mi vida actual que tanto quiero para hacerle lugar al reflejo de una persona muerta? Y también hay enojo: ¿todas estas boludeces guardabas? ¿No podías resolver nada, tanto tenías pendiente, tanto te pesaba todo? ¿Ni de cosas tan superfluas pudiste separarte? No me sale a veces compadecerme si no sentir una mezcla de asombro y molestia, en ese aspecto. Decidir sobre los objetos de otro es meterse en su vida de una forma particular y excesiva.

Desarmar el departamento es hacer más patente que murió y punto, y tener que matar su hábitat es como terminar de matarla a ella, a quien hubiera querido viva más tiempo, ahora que le tocaba ser abuela de mis hijos. Algo que tiene su gravedad, que no se hace con felicidad, digamos... El tema es que de entre las muchas cosas a las que hubo que decidirle un destino (decisiones todas, además, que como hijo único tomé a solas, o acompañado, pero que eran en definitiva más mías que de nadie) busqué con especial atención dos rubros: dibujos de ella y fotos.

Mi mamá no era dibujante, pero cuando durante un tiempo fue a un taller de pintura, hace como treinta años, hizo una serie de pasteles abstractos que siempre me gustaron mucho. Eran libres, juguetones, cálidos. Eran además, buenos. (Sus flores pintadas en cerámica, de mucho después, no llegaron, para el critico de arte maternal que fui siempre de modo natural, al nivel de merecer consideración seria, ej.). El colorido hacía un gran contraste con su ánimo, que tendía al decaimiento, por decirlo finamente. Era arte vital, la persona perdida que ella llevaba adentro, y que conocíamos bien, aunque no lograba nunca tomar el control del fenómeno de ser una persona.

Y las fotos bueno, todos sabemos lo que pasa con las fotos. La gente está viva, en las fotos. Todos los muertos respirando. O aun peor (es decir, más intenso): el pasado entero está ahí, patente, como si uno pudiera meterse en la imagen y salir del otro lado. Bueno, eso es exactamente lo que hacemos y por eso las fotos pueden ser tan perturbadoras. Sobre todo si, como estoy haciendo, se aplica el scaneado.

¡Oh, mi scanner! ¡Máquina del tiempo! ¡Oh, atrevida tecnología potenciadora del espíritu, atleta del recuerdo, reformadora de la historia, renacedora de momentos idos! ¡Fuerza de ampliación del detalle nunca visto!

Es natural que el recuerdo afloje, digamos. Que lo que uno recuerda vaya siendo distinto cada vez que uno lo trae a sí (eso dice, además, la ciencia: que el recuerdo como fuente fija de información no existe, que hay recomposiciones actuales que siempre toman mucho del contexto presente como de las experiencias vividas recientemente por el recordador), que lo que uno recuerda, decíamos, sea también móvil, hace que la sospecha cunda y uno no sepa al final qué vivió y qué no, o mejor dicho, cómo eran las cosas en aquel pasado. Sin fotos, ¿sabríamos cómo éramos, y cómo eran ellos cuando tenían nuestra edad actual, o menos?

Las manoseadas fotos no dicen más de lo que dijeron siempre, y si uno nunca las perdió de vista no hay gran excitación al contemplarlas. Pero encontrarse con fotos nuevas de momentos viejos es algo que tiene un efecto conmocionante. Y eso es lo que hace el scanner, al ampliar la imagen y dotarla de luz (en la pantalla la luz siempre viene desde adentro): nos entrega nuevas imágenes, aun al aplicar su magia a las fotos conocidas.

Veo a un primo que murió joven parado al lado de una calle por la que pasan autos antiguos. Me veo flaco como nunca me vi. ¿Tanto pelo llevaba? ¿Tan joven fue mi papá alguna vez? ¿Tan chica mi mamá, tan abandonada por nunca se entendió bien qué desde tan temprano parecía? Primer grado: no me acuerdo de nadie, ni de mí. Ah, sí, de la gordita de pelo enrulado. De la maestra para nada, ¿anteojos negros, una maestra de primaria? Esas nenas parecen señoras grandes. Aquí los dos cuando estaban juntos, y sus amigos. En alguna playa, aquí en París. En esta parece que se querían. Este soy yo con mi papá en el fuerte de Colonia, con cañones. Acá con mi abuela y mis primos. Aquí mi papá se sube a un avión, para irse lejos durante semanas y dejarme triste. De esta foto no queda nadie. Los dos hermanos de mi mamá, que eran y ya no son. ¿Y esta quien es? ¿Y ese? ¿Y todos estos? ¿Qué hago yo con esta gente extraña? ¿Me habrán hecho daño, habrán influido negativamente en la construcción de mi sensibilidad o me nutrieron, los anónimos? El día en que mi papá me enseñó a remar, a las puteadas. En esta otra yo, igual a mi hijo Andrés de cinco años, al que intento dar una infancia mucho mejor.

Se puede hacer terapia. Es necesario, hasta imprescindible, digamos. Pero comprarse un scanner no es para descartar. Digo, como proceso sanador, o elaborativo, para decirlo más ampliamente y imaginando que muchos pueden sentir la experiencia como factor desencadenante de algún resabio de patología anímica. Pero decir tal cosa es hacerse mucho el fino, o el superado, lo cierto es que los recuerdos emocionalmente significativos tienen alto voltaje, y por más acomodado que uno esté a una vida plena, vienen viajando desde lejos y arrastran radiaciones desequilibrantes. También les recomiendo, para el viaje, el Picassa, el programa de fotos de Google. Suerte, eh.

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