Los ejecutivos tóxicos de AIG contaminan el vecindario

El acoso de los paparazzi debe ser irritante. Y ni hablar de la angustia de las amenazas. Pero pocas cosas deben resultarle más dolorosas a James Haas que el escarnio de sus propios vecinos. Hasta no hace mucho era un ciudadano prominente de su comunidad en Connecticut. Pero Haas trabaja para AIG y se ha convertido en un “ejecutivo tóxico .

Como tantos otros colegas de la división de productos financieros, hoy tiene seguridad privada en la puerta de su casa. Y cada vez que sale de la oficina debe poner cuidado en no dejar visible nada que lo relacione con AIG: un logo inoportuno en el momento equivocado puede derivar en un escrache lastimoso. Cuando hay demostraciones en la puerta de las oficinas, tiene que llamar a casa. Le han recomendado no salir cuando hay protestas.

Pero eso sería lo de menos si no fuera la propia gente de Fairfield –su gente– la que lo mira acusadoramente cada vez que se lo cruza. E incluso eso hoy parece soportable después del “tour que el sábado pasó por su hermosa propiedad de tres chimeneas y vista al Southport Harbor. La asociación Connecticut Working Families contrató un bus para recorrer las casas de los ejecutivos de AIG con la inflamable intención de mostrarles a los ya iracundos vecinos la clase de estilo de vida que los bonus del sistema financiero pueden comprar.

La historia de Haas, que reproduce el New York Times, es un buen ejemplo de la indignación colectiva que hoy desquicia a los americanos. Y del fiasco que ha dejado a Obama atrapado entre la necesidad de mostrarse alineado con la bronca pública y la urgencia de seguir pidiendo más fondos para rescatar lo que aún queda en pie de la América corporativa. El mismo Timothy Geithner, el reluciente secretario del Tesoro, ya ha perdido su aura de niño dorado en medio del escándalo de haber tenido que reconocer que no supo de las suculentas compensaciones de AIG “en toda su dimensión hasta la semana pasada.

Pero aunque Edward Liddy, el hombre que se hizo cargo de AIG hace sólo unos meses por un salario de un dólar, fue el que tuvo que ponerle el pecho a la furibunda puesta en escena de los legisladores estadounidenses, el Congreso también aportó lo suyo para que Wall Street se abandonara a los excesos financieros como lo hizo. Por empezar, en 1999, con la Gramm-Leach-Bliley Act, se puso fin a la regulación que mantenía separados a los bancos de inversión de los bancos de consumo y a éstos, de las compañías de seguros. Así fue como emergieron esos colosos que después resultaron demasiado monstruosos como para dejarlos caer. Y en el 2000, con la Commodity Futures Modernization Act, se exceptuó de regulación gubernamental a los credit default swaps y las obligaciones de deuda colaterizada (en otras palabras, los instrumentos que estuvieron en la génesis del desastre).

Sin ánimo de defender lo indefendible –después de todo, Liddy tiene que dar la cara y ganarse su dólar–, y sin vocación de victimizar a los que como James Haas embolsaron sus bonus financiados por los contribuyentes, lo cierto es que los congresistas tienen bastante menos de nobles cruzados que de cómplices silenciosos.

A todo esto, es probable que Haas esté pensando en pegar el faltazo a la reunión anual de la compañía a mediados de mayo. Todavía falta, es cierto, pero el operativo de seguridad ya está en marcha. Por supuesto, para entonces puede que la erupción popular haya cedido. Pero para qué arriesgarse. Con sus vecinos ya tiene suficiente.

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