El costo de no arreglar y la ilusión del ‘default corto’

Estamos al borde de un default versión 2014, un resabio de aquel otro default masivo del 2001. Es el broche de una batalla judicial que parecía inextinguible y siempre algo remota y que hoy se impone a un mercado algo aturdido que había decidido apostar -al menos en este tramo final por el imperio de la racionalidad.


¿Cómo es que se llegó a esta instancia? Una retórica arrogante y plagada de desatinos contaminaron una estrategia legal que, según los expertos, también adoleció de sus propios fallos y se fue topando con escenarios adversos que no parecieran haber sido contemplados en ese ejercicio siempre sano de pesimismo que lleva al plan B. El último fue el rechazo de la Corte Suprema del caso argentino, un revés que frustró la esperanza de diferir una vez más el problema y nos depositó en el dilema de acordar con los que juramos no verían ni un dólar.


Atrincherada en el argumento de la cláusula RUFO, que expondría al país a una ola de litigios de los bonistas del canje, la Argentina no ha cedido, aunque podría haber buscado paraguas legales que la protegieran, minimizando el riesgo asociado a pagar a los buitres o asegurándose la posibilidad de hacerlo recién en enero, cuando la RUFO esté fuera de juego.


La expectativa de normalizar el acceso al crédito a tasas razonables, un camino que se había iniciado con movimientos como el acuerdo con Repsol y el Club de París, queda pulverizada, mientras el discurso sigue enfocado en denostar la ley Nueva York a la que elegimos acogernos en su momento por claras cuestiones de conveniencia y que insiste en relativizar las implicancias de un default para una economía ya maltrecha.


Poco a poco el mejor escenario que empieza a vislumbrarse es el de un default corto que nos evite entrar en el problema de la aceleración, un proceso que de ponerse en marcha implicaría una nueva reestructuración de toda la deuda ya que los acreedores reclamarían el pago inmediato de sus bonos.


Los riesgos legales de pagar, aunque concretos y considerables, no parecen justificar el costo de no arreglar. El costo de someter a una economía ya recesiva al estrés de seguir viviendo con lo propio.

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