La agitación en los mercados refuerza la importancia de combatir la deflación

La semana pasada quedará en el recuerdo de los mercados, fue una semana en la que muchos operadores bursátiles hubieran querido refugiarse en sus casas de campo con un libro y una caja de aspirinas. Los mercados globales estuvieron frenéticos. Los rendimientos de los bonos soberanos subieron y bajaron mucho más allá de la habitual banda de fluctuación. El precio del petróleo alcanzó pisos que hacía varios años que no se veían. Una medición de la volatilidad, conocida como el "índice del miedo" llegó a niveles que duplican los registrados durante el verano boreal.
Los movimientos del mercado rara vez nos dicen cosas claras, pero quienes buscan alguna justificación oscura para esta agitación no tienen que esforzarse mucho para encontrarla. Los titulares del otoño boreal estuvieron dominados por la guerra civil en Medio Oriente, la espantosa falta de una solución a la crisis en Ucrania y una fuerte epidemia en el oeste de frica. La reacción de Occidente a estos desafíos ha sido desunida y torpe, su confianza debilitada por el fracaso de anteriores aventuras.
Es raro que tantos indicadores estén en rojo. Pero hay que tener sentido de la perspectiva. Los mercados financieros producen titulares dramáticos con mucha más frecuencia que los casos en que la economía global enfrenta puntos de inflexión históricos. Con la recuperación estadounidense afianzándose y China aún expandiéndose a 7%, los pronósticos de crecimiento global para el próximo año son de 3,8%, por encima del promedio de largo plazo.
Por lo tanto, el mundo financiero quizás la semana pasada lo que hizo fue ponerse al día, más que mostrar el camino futuro. Durante todo el verano boreal la confianza implícita de los mercados financieros había llegado a niveles exagerados. Pese al deterioro de la geopolítica, los inversores empujaron los mercados de valores hacia picos récord y adelantaron la fecha estimada para un alza en las tasas de interés norteamericanas. Hasta le prestaron dinero a Grecia por tres años a 3,5%. Al nublarse el cielo y empeorar los datos económicos era inevitable algún tipo de corrección. Tampoco es difícil detectar hechos positivos. Uno puede encontrarse con el derrumbe del precio del petróleo, que le da un empujón a los importadores de energía como India y Japón. Si bien pueden sufrirlo los exportadores de crudo y la industria del shale norteamericana, el combustible más barato también brinda un ahorro inesperado a millones de consumidores estadounidenses.
El otro factor positivo es la rápida reacción de los banco centrales frente al alarma del mercado. James Bullard y Andrew Haldane, que votan sobre las tasas de interés en Estados Unidos y en el Reino Unido respectivamente, hablaron de su preocupación por el creciente impacto negativo para el crecimiento. Sus indirectas de que las subas de tasas de interés han sido postergadas para un futuro se encontraron con una reacción alcista. Por toda la polémica sobre cómo funciona la flexibilización cuantitativa (QE por sus siglas en inglés), los mercados claramente comprenden que la política monetaria aún importa.
Sobre este tema sería poco sensato cuestionar la visión del mercado. La semana pasada estuvo influenciado por las preocupaciones macroeconómicas. El gran temor es que la demanda agregada no esté en línea con la potencial oferta, lo que generaría una dinámica deflacionaria peligrosa. Los bancos centrales pueden dar batalla contra la deflación siempre que se mantengan alertas.
Esta semana hubo pesimistas que rememoraron el derrumbe económico que comenzó en 2008. Si bien es prematura esa referencia, las lecciones que dejó el desastre todavía son relevantes. Hace seis años, las advertencias del mercado sobre una inminente recesión global fueron recibidas con línea dura por parte de muchos bancos centrales, y hasta con un alza de tasas por parte del Banco Central Europeo. Esta vez por ahora es diferente. Por eso, al menos, hay razones para estar modestamente contentos.

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