Hay que poner fin a la locura de la maximización del valor para los accionistas

Operar con esta filosofía puede llevar a una sociedad anónima a obstruir cualquier regulación que se interponga en su camino o actuar de manera oportunista, sin tener en cuenta compromisos a largo plazo

Las sociedades anónimas de responsabilidad limitada son el núcleo del capitalismo moderno. Estas entidades son en gran parte responsables de la organización de la producción y distribución de bienes y servicios en todo el mundo. Su papel es a la vez causa y consecuencia de la revolución en la escala y diversidad de la actividad económica que ha tenido lugar en los últimos dos siglos.
Casi nada en la economía es más importante que pensar con detenimiento cómo hay que administrar las empresas y para qué fines. Por desgracia, hemos metido la pata en ese sentido. Ese desastre tiene un nombre: se trata de la maximización del valor para el accionista. El operar empresas de acuerdo con esa filosofía no sólo conduce al comportamiento indebido, sino que también puede militar en contra de su verdadero objetivo social, que es generar mayor prosperidad.
No soy la primera persona en preocuparse por el estado de las sociedades anónimas. Adam Smith, el fundador de la economía moderna, dijo: La negligencia y la profusión . . . deben siempre prevalecer, más o menos, en la gestión de los asuntos de una empresa de este tipo. Su preocupación se centra más en lo que se llama el 'problema de agencia': la dificultad de supervisar las actividades de gerencia. Otros se quejan de que las empresas se comportan como psicópatas: una empresa que tiene el objetivo de maximizar el valor para los accionistas podría concluir que sería rentable e incluso su deber contaminar el aire y el agua si se le permitiera hacerlo. Incluso también podría utilizar sus recursos para obstruir cualquier regulación que se interponga en su camino.
El argumento económico que aboga por la maximización del valor para los accionistas es que, aunque todos los partícipes estén protegidos por contrato, los accionistas no lo están. Por lo tanto, ellos asumen el riesgo residual. Dadas las circunstancias, necesitan controlar la empresa con el fin de concordar los intereses de la gerencia con los suyos. Sólo entonces estarían preparados para hacer inversiones riesgosas.
Sin embargo, mientras que los accionistas corren el riesgo en su rol de proveedores de liquidez, no son los únicos en hacerlo. Muchos otros se ven también expuestos a riesgos ante los cuales no pueden protegerse por medio de un contrato: los trabajadores a largo plazo; los suministradores a largo plazo; y, no menos importante, las jurisdicciones en las que operan las empresas. Por otra parte, los accionistas, a diferencia de otros, y en particular de los trabajadores, pueden cubrir sus riesgos mediante la diversificación de sus carteras. Un trabajador normalmente no puede trabajar para muchas empresas al mismo tiempo y nadie puede proteger los ingresos de los empleados al tener acciones en otras personas, salvo por medio de los impuestos.
La doctrina de la maximización del valor para los accionistas nos ha permitido creer que la existencia de estas poderosas entidades jerárquicas no ha cambiado fundamentalmente la economía de mercado. Pero, como argumenta Colin Mayer de Saïd Business School de Oxford en su espléndido libro, Firm Commitment, este enfoque también ignora el verdadero propósito de una empresa.
Las empresas, argumenta el profesor Mayer, son un mecanismo para el mantenimiento de compromisos a largo plazo. Pero estos compromisos sólo funcionarán si es costoso para las partes actuar en forma oportunista. Por otra parte, a menudo todas las partes se benefician al decidir no comportarse de tal manera. Pero, con un mercado activo en el control de las empresas, tales compromisos no se pueden hacer. Aquellas partes que hacen las promesas pueden desaparecer antes de tener la posibilidad de realizarlas.
Estos compromisos adquieren la forma de contratos implícitos o sin grandes detalles. ¿Por qué tenemos que depender de contratos implícitos? Los compromisos a largo plazo podrían en teoría ser manejados en lugar de intentar especificar todas las posibles eventualidades.
Pero al pensarlo por un solo instante uno se da cuenta de que eso es imposible. No sólo sería inconcebiblemente complejo y costoso, sino que también chocaría con el problema más profundo de la incertidumbre. No sabemos lo que podría suceder en los próximos meses, para no hablar de las próximas décadas. Si la gente adquiere compromisos a largo plazo, la confianza es la única alternativa. Pero una empresa cuyo objetivo es lo que pueda parecer rentable hoy en día probablemente reniegue sus contratos implícitos. Seguramente actuará de manera oportunista. En caso de que sus directivos se nieguen a hacerlo, éstos serían reemplazados. Esto se debe a que, como argumenta el profesor Mayer: La corporación es un vehículo de extracción de renta para los accionistas de más corto plazo. El alinear las recompensas de gestión con la rentabilidad del accionista refuerza el oportunismo.
En la práctica, muchas de las economías capitalistas mitigan los riesgos de la maximización de valor para los accionistas y el mercado con el control corporativo. Es el caso de Europa continental, en particular las empresas alemanas. Pero también es, señala el profesor Mayer, cierto en EE.UU., donde la idea de que la gerencia debe protegerse contra los accionistas es ampliamente aceptada en la práctica, y no tanto en la teoría. El país en llevar la idea a su mayor exponente es el Reino Unido.
Mayer argumenta con razón: El defecto de los modelos económicos actuales de la corporación yace en no reconocer su rasgo distintivo el hecho de que es una entidad legal separada. La importancia de esto radica en el hecho de que es por lo tanto capaz de sostener acuerdos que son distintos de los que sus dueños, sus accionistas, son capaces de lograr. Interesa, en otras palabras, a los accionistas no controlar sus empresas por completo. Tienen que ser capaces de atar sus manos.
La solución que sugiere Mayer es lo que él llama una 'empresa de confianza', una con valores explícitos y una junta directiva diseñada para supervisarlos. Justifica tal cambio radical con su escepticismo sobre la viabilidad y la eficacia de las regulaciones. Menos radical sería alentar a las empresas a considerar estructuras con controles divergentes. Una podría ser la de conferir derechos de voto a las acciones cuya titularidad puede transferirse sólo después de un período de tenencia de años, no horas. De esa manera, el control estaría vinculado con un compromiso. También se podría conferir derechos de control limitados en algunos grupos de trabajadores. Sin embargo, éste no es un argumento que sustenta que comprometerse a ser propietario a largo plazo es siempre una alternativa preferible. El control familiar, por ejemplo, tiene sus debilidades y sus ventajas.
La forma correcta de abordar la gerencia corporativa es reconocer las grandes concesiones que hay que realizar cuando se administran estas instituciones complejas, vitales y de larga vida. Debemos dejar que florezcan muchos modelos diferentes de gerencia corporativa. Pero debemos también aceptar que el modelo académico y canónico de las últimas décadas será rara vez el mejor.

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