Hacia dónde va la Unión Europea

Mientras se celebra el 60° aniversario del Tratado de Roma, Gran Bretaña inicia su salida. El orden de posguerra que promovió la integración debe sortear tiempos adversos

La simetría es ineludible. El 25 de marzo de 1957, ministros de seis países europeos se reunieron en la capital de Italia para firmar el Tratado de Roma, que constituyó la Comunidad Económica Europea. Sesenta años después, 27 líderes de la UE vuelven a Roma para renovar sus votos. Gran Bretaña, que estuvo ausente en la creación, dejará un lugar vacío en la celebración de aniversario de este mes. Mientras otros debaten el futuro del continente, Theresa May, la primera ministra, se estará preparando para el proceso formal que dejará a Gran Bretaña fuera de la UE.

Charles de Gaulle tenía razón, se escucha murmurar a los políticos franceses. Tres años después de la firma del tratado, Gran Bretaña cambió de parecer y pidió su admisión. El general, que había vuelto a la política para presidir la Quinta República, vetó dos veces las solicitudes de Gran Bretaña; al fin y al cabo, esto era una iniciativa del continente. Los ingleses, decía De Gaulle, no deberían abandonar nunca su insularidad. Europa siempre quedaría en segundo lugar detrás de los Estados Unidos y la Angloesfera en los afectos de los ingleses.

La votación del Brexit hace difícil refutar a De Gaulle. Después de 44 años de membresía -el veto de Francia se levantó en 1973-, Gran Bretaña vuelve a independizarse, reafirmándose, en los términos del estadista estadounidense Dean Acheson, como una ex potencia imperial por siempre en busca de un papel.

Sin embargo, la unión ahora enfrenta desafíos que van más allá de las vanidades de "la pérfida Albión". Si las negociaciones del Brexit presentan el desafío más peligroso en el corto plazo, los 27 líderes tienen otras preguntas, algunas existenciales, que responder. Durante décadas, "Europa" fue una fórmula de paz y prosperidad, un modelo de cooperación e integración transnacionales que desafiaba las profundas cicatrices de la historia del continente. Luego del fascismo y la guerra de la primera mitad del siglo 20, llegó una era de expansión de la democracia, niveles de vida en aumento y estabilidad política. No se puede subestimar este logro.

Sin embargo, el futuro ya no parece estar asegurado. Mientras son testigos del resurgimiento de los viejos nacionalismos, los europeos han comenzado a preguntarse ¿se habrá tratado simplemente de un interludio en la historia? Noticias de segunda plana La ausencia de Gran Bretaña en Roma en marzo de 1957 había quedado sellada en el verano de 1955 cuando el gobierno conservador de Anthony Eden se negó a enviar representantes a la Conferencia de Messina, en Sicilia. Un ministro se había referido a estos primeros debates de un mercado común como "excavaciones arqueológicas... en una antigua ciudad siciliana". La opinión entre los mandarines del Palacio de Whitehall era que Alemania Occidental, Francia, Italia, los Países Bajos y Luxemburgo no lograrían su cometido.

Si por casualidad llegaban a un acuerdo, el proyecto pronto fracasaría.

De cualquier modo, siguiendo el mismo argumento, Francia, Alemania Occidental y el resto de los países apoyaban una Europa unida, pero Gran Bretaña tenía la mira puesta en el mundo en sentido más amplio. ¿Qué había dicho Winston Churchill de la posición única del país en la intersección de tres círculos de influencia: el Commonwealth, una relación especial con Washington y lazos históricos con Europa? Gran Bretaña, junto con Estados Unidos y la Unión Soviética, era uno de los "tres grandes". Eso se suponía. La madre de los parlamentos estaba celosa de su soberanía nacional. Y Gran Bretaña, desde ya, había ganado la guerra. De una u otra forma, los seis países habían sido invadidos u ocupados.

En tales circunstancias, la ceremonia de firma del tratado en el Palazzo dei Conservatori en la Colina Capitolina de Roma no llegó a la primera plana de la prensa inglesa. "Se firmó borrador de acuerdo de mercado común" rezaba el titular de un breve artículo relegado a la página siete de la edición del día siguiente del Financial Times, por entonces un periódico británico más que mundial. Según el artículo, el tratado era digno de mención, pero no una noticia destacada. Nada dejaba entrever un cambio fundamental en el rumbo del continente. Sin embargo, solo fue unos pocos años antes, según lo expresara Konrad Adenauer, el entonces canciller alemán, que el proyecto "había cobrado vida".

Desafiando el paso del tiempo, la misma nostalgia post-imperial impulsó la campaña del Reino Unido para dejar la UE en el referéndum del año pasado. Los partidarios del Brexit se autodefinen como nuevos isabelinos, dados a la tarea de liberar a la nación de su propio continente para dar forma al Commonwealth y el mundo. No hay que preocuparse por los imperativos económicos de acuerdos comerciales menos favorables con los mercados más valiosos de Gran Bretaña o la posibilidad de que su opinión en materia de asuntos mundiales se escuche menos. Gran Bretaña pronto reclamará su vocación global.

Sin embargo, esta vez los británicos no están completamente solos con su nostalgia. Los seis países fundadores también empezaron a rememorar tiempos más felices. La confianza que tenían al continente hace 60 años fue socavada por sucesivas crisis. Luego, la integración no solo consolidó la reconciliación franco-alemana, sino también la oportunidad de concebir una Europa diferente. Para Francia, Europa era la respuesta a un Estados Unidos excesivamente poderoso; para Alemania, la forma de exorcizar el pasado.

Según lo expresa Jean Monnet, uno de los autores de la iniciativa: "Las naciones soberanas del pasado ya no pueden resolver los problemas del presente: no pueden garantizar su progreso ni controlar su futuro. Y la propia Comunidad solo una etapa hacia las formas de organización del mundo de mañana". Rebobinar la historia No deben esperarse opiniones como éstas en el encuentro del 25 de marzo en Roma. Los herederos de los padres fundadores son políticos objeto del ataque populista de la derecha anti-inmigración y la izquierda anti-globalización. El Brexit marcó una victoria para el nacionalismo inglés visceral, pero el desafío que el resurgimiento del chauvinismo representa a las élites internacionalistas se apoderó de toda Europa. Polonia y Hungría están gobernadas por líderes de derecha autoritaria, el xenófobo Frente Nacional está disputando el poder en Francia y la campaña del partido por la Libertad de Geert Wilders en los Países Bajos se basó en una plataforma islamofóbica sin reservas.

Las rupturas y la fragmentación minaron la confianza en la solidaridad. En el eje norte-sur, hay divisiones entre los miembros más fuertes y más débiles de la eurozona; en el eje oeste-este la grieta está entre las democracias fundadoras de la UE y la inclinación nacionalista de los nuevos miembros del este post-comunista. No sorprende que los políticos de las capitales de los seis sueñen a veces con revertir la historia: la unión monetaria sería creíble con sólo seis. ¿Y los esfuerzos de Europa para promover los valores democráticos no serían más convincentes si no estuvieran bajo el fuego interno de los políticos de mentalidad liberal de Varsovia, Budapest y Bratislava?

No son todas malas noticias. La UE sobrevivió a la sacudida que implicó la oleada de refugiados y emigrantes de Oriente Medio y África. Los británicos nunca dejaron de predecir la temprana desaparición de la empresa europea, pero ésta se mostró notablemente resiliente al sobrevivir a las turbulencias externas.

Después de años de desánimo, la economía europea está mostrando signos de crecimiento sostenido. Según los italianos, Grecia siempre será a la UE lo que la región de Mezzogiorno es a Italia: irremediable en términos económicos, pero fundamental en términos políticos. En otros lugares, sin embargo, los llamados estados periféricos como Irlanda y España muestran un fuerte crecimiento. Los fondos de cobertura dejaron de apostar por una ruptura de la eurozona. Es cierto que Francia podría desestabilizar todo eligiendo a Marine Le Pen en las elecciones presidenciales de esta primavera. Pero es más factible que elija al centrista Emmanuel Macron o el republicano François Fillon. Distintas velocidades Lo que falta es un itinerario convincente. Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, destacó la incertidumbre en un informe preparado para los líderes antes de la cumbre de Roma.

No hace mucho, la comisión habría aprovechado la oportunidad para pedir un fuerte impulso hacia la integración: una unión fiscal a la par de la unión monetaria de la eurozona, el control de las fronteras nacionales por la UE, un componente militar para la política exterior de la UE. En cambio, Juncker, encargado de mapear el nuevo rumbo, trazó una serie de caminos alternativos... vacilación que refleja un profundo desacuerdo entre los miembros sobre el ritmo y la dirección del cambio.

El documento de Juncker incluye la posibilidad de un salto hacia una integración más profunda, pero la equilibra con lo que en realidad es una opción de confusión y un impulso de "hacer más con menos eficiencia". Otra opción apunta a un intenso énfasis en la profundización del mercado único.

Pero la opción que siguieron los gobiernos de Alemania, Francia, Italia y España es la de una Europa de múltiples velocidades. Esta opción contempla a diferentes grupos que buscan nuevos proyectos integracionistas mientras que los que no están dispuestos y los que no desean se abstienen. El concepto no es nuevo: existe en la división entre los de dentro y los de fuera de la eurozona y el sistema de fronteras abiertas de Schengen. Los conocedores de la ironía también tomarán nota de que Gran Bretaña insistió durante mucho tiempo en la idea como una manera de formalizar sus múltiples exclusiones de lo que consideraba los proyectos más federales de la UE. Los ministros solían llamarlo "geometría variable".

Detrás de todo esto subyace una realidad más dura. El sindicato actual fue diseñado para el mundo imaginado por Francis Fukuyama cuando declaró el fin de la historia después del colapso del comunismo. El gran impulso de la UE hacia el este para absorber a los ex estados comunistas y la profundización de la integración mediante la creación del euro fueron proyectos de los días cálidos de los años noventa. El liberalismo -político y económico- había triunfado.

La paz y la prosperidad de Europa parecían aseguradas. Los celos en torno de la soberanía nacional eran parte del ayer. Con su poder normativo, la UE promovería la estabilidad en su vecindad y ofrecería un modelo de integración postmoderna para el resto del mundo. Es difícil de creer ahora, pero, en aquel entonces, se escribieron libros sobre Europa como una potencia global. Cortarse sola La UE de 2017 se enfrenta a un entorno totalmente diferente. No es tan fácil defender la cooperación supranacional y la soberanía compartida cuando las corrientes políticas corren a favor de un mundo renacionalizante. La crisis financiera y la posterior recesión económica socavaron la confianza del público en la globalización. La creciente inmigración trasladó la desintegración cultural a las dificultades económicas. Una Rusia revanchista está desafiando los principios fundamentales del orden europeo de posguerra.

Estados Unidos, en la persona del presidente Donald Trump, se ha vuelto en contra de la integración europea que durante mucho tiempo incentivó. En apoyo al Brexit, Trump llamó a la UE un instrumento para la dominación alemana. Macron defiende abiertamente a Europa en Francia, pero veces parece que Angela Merkel, la canciller alemana, fuese la última defensora de la misión original de la unión.

La dolorosa paradoja es que el quiebre del orden internacional de posguerra liderado por Estados Unidos refuerza -en lugar de debilitar- el principio fundamental de la integración. Ahora es más obvio que entonces que si las naciones europeas quieren hacerse oír y promover sus intereses, tendrán que actuar de manera concertada. Pocos de los problemas a los que se enfrentan las distintas naciones de Europa -ya sea la agresión rusa, la migración del sur, el cambio climático o la delincuencia internacional y el terrorismo- admiten soluciones nacionales. Cuando comprenda la realidad del Brexit, Gran Bretaña enseguida descubrirá que agitar la bandera nacional no hará más fácil convencer a los aliados o enfrentar a los adversarios.

La política, tanto europea como británica, trascendió el ámbito del cálculo desapasionado de valores e intereses. El nacionalismo toca las emociones de los ciudadanos que se sienten excluidos, abandonados por el liberalismo, por la gran carrera hacia la globalización y por los políticos cuyos intereses parecen inseparables de las élites ricas. En otra época -quizá a fines de la década de 1950- una generación de políticos pudo haber querido romper con la cacofonía populista ofreciendo una visión más clara del futuro. No obstante, a excepción quizás de Merkel, esos líderes no se ven en ninguna parte. Sesenta años después, confusión y distintas velocidades son la mejor oferta.

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