Escocia decide entre la fuerza de la unidady el tribalismo

El Reino Unido es considerado uno de los matrimonios más exitosos de la historia. Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte han sobrevivido a odios antiguos, rivalidades entre tribus y la guerra. Cada nación se ha enriquecido a partir de un viaje de iluminación, imperio, energía compartida y emprendimiento.
En siete días, este espléndido desorden de unión, para citar a Simon Schama, el historiador británico, corre riesgo de separarse en sus partes nacionales. Escocia votará un referéndum para decidir si permanecer en el Reino Unido o romper los lazos que datan de 1707. Encuestas de opinión sugieren que el resultado es muy reñido, algo que alarmó a los mercados financieros, contrarió a los aliados e hizo pelearse a un gobierno de coalición complaciente por encontrar un soborno de último momento para ganarle a los escoceses.
Los imperios y los estados nacionales no son inmunes a una ruptura, pero hay pocos precedentes para que una democracia hasta ahora moderna y estable se divida en tiempos de paz, en medio de una recuperación económica. Este no es momento de recriminaciones. Por ahora, a este periódico le basta con declarar que el camino de la separación es algo absurdo, muy peligroso y lleno de incertidumbre.
Escocia es una nación orgullosa y vibrante. Los escoceses contribuyeron en forma desproporcionada a la unión. Se han destacado en las artes, el comercio, la literatura, el ejército, la política y el deporte. Pero votar a favor de la secesión sería un acto irreversible con consecuencias profundas, no solo para los 5 millones de escoceses, sino también para los otros 58 millones de ciudadanos de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte (incluso los 750.000 de escoceses que viven y trabajan fuera de Escocia, que, bajo los términos del referéndum, no tienen voz ni voto en el futuro de su país).
La separación reduciría al Reino Unido en cada organismo internacional, particularmente la Unión Europea. Daría lugar a preguntas complejas -y aún sin respuesta- sobre la defensa común de las Islas Británicas, el futuro de la moneda y acuerdos políticos para el resto del Reino Unido. Principalmente, el voto afirmativo ignoraría las lecciones del siglo XX, un capítulo en la historia europea en el que el nacionalismo estrecho dejó una marca indeleble.
Una unión nacida de un imperio ahora perdido encaja perfectamente en el mundo del siglo XXI. Los estados nacionales que prosperan en una era de globalización son aquellos que se unen en pos de un esfuerzo común. La experiencia de estados pequeños tras la crisis financiera dista mucho de ser feliz. Islandia e Irlanda quedaron terriblemente expuestas. Más hacia el este, los estados bálticos, valientes y hábiles como los escoceses, son miembros de la UE y la OTAN, pero siguen sintiéndose vulnerables a la pisada de una Rusia revanchista.
Los argumentos contra la secesión no pueden basarse en la nostalgia, si bien la campaña Better Together (mejor juntos) lamentablemente se quedó corta de pasión comparada con la campaña enérgica y con buen financiamiento Yes (sí) dirigida por Alex Salmond, el cautivador primer ministro de Escocia. Debe basarse en un entendimiento de las fuerzas políticas que hicieron que la independencia se transformase en una perspectiva tentadora para los escoceses, así como una evaluación dura de los riesgos en juego para todas las partes involucradas.
El debate sobre el pase de poder a Escocia data de hace más de un siglo. Keir Hardie, el líder del Parito Laborista escocés, propuso la autonomía de gobierno en 1888, pero su sugerencia tuvo poca resonancia. Los escoceses jugaban un papel fundamental en la gobernación de un 25% de la población mundial. Glasgow tenía la fama de ser la segunda ciudad del imperio.
Los lazos de unión se han aflojado en los últimos 70 años. El imperio ya no existe y la fábrica mundial desapareció. La transición de Escocia a una economía post-industrial fue dolorosa, si bien su desempeño económico general en las últimas décadas ha sido sólido.
Inglaterra y Escocia se han escindido en términos de política. En la década de 1950, el Partido Conservador y Unionista -para recordar al partido de David Cameron su nombre correcto- tenía mayoría absoluta en el parlamento de Escocia. En la actualidad, la representación del Partido Conservador se redujo a un solo miembro del parlamento, en parte como legado del desafortunado impuesto de capitación y la negligencia de una libra esterlina fuerte que devastó la fabricación al sur y el norte de la frontera durante el gobierno de Margaret Thatcher. El descubrimiento de petróleo en el Mar del Norte durante la década de 1960 reforzó aún más el nacionalismo escocés.
Tony Blair creyó que podría obstaculizar el movimiento nacionalista con más devolución de poderes. Su gobierno laborista estableció un parlamento escocés en Holyrood. En retrospectiva, la devolución no hizo nada para detener el declive secular del partido en Escocia. Muchos de los pesos pesados del partido trataron a Escocia como una ciudad podrida para ayudarles a llegar al poder en Londres. La devolución puede haber alentado una mayor divergencia en materia de políticas de pensiones, asistencia social o educación universitaria, con respecto a las de Inglaterra.
Salmond, un operador experimentado, supo aprovechar el estado de ánimo populista. Los votantes están molestos por la austeridad provocada por la crisis financiera y alienados de la clase política. Salmond se proyecta a sí mismo como un insurgente que representa un nuevo tipo de nacionalismo cívico en el que los escoceses tendrán control sobre su destino en una democracia joven y fresca.
Salmond puede tirar de las emociones de sus compatriotas, pero dio algunas respuestas creíbles acerca de los desafíos -económicos, sociales e internacionales- que afrontaría Escocia. Su discurso panglosiano es que los escoceses pueden tener el mejor de los mundos posibles: la independencia, la monarquía y la libra, y que una Escocia que se refugia en una identidad nacionalista más estrecha en cierto modo estará mejor equipada para prosperar en un mundo de globalización.
Su argumento contiene inconsistencias evidentes. Una unión monetaria exige una unión política. Las tribulaciones de la eurozona así lo demuestran. Mark Carney, gobernador del Banco de Inglaterra, dejó en claro otra vez esta semana que la independencia política es incompatible con el mantenimiento de la libra esterlina como moneda de elección. Salmond insiste en que el establishment inglés es pura apariencia. No es un engaño. La incertidumbre respecto de la moneda irá malogrando todos los aspectos de la economía escocesa, desde el financiamiento comercial a las hipotecas. Sin plena claridad, cada ciudadano escocés se deja expuesto.
Salmond afirma que la separación es la mejor garantía de la prosperidad futura. Sus cálculos se basan en una gran ilusión que cubre asuntos vitales como el futuro del precio del petróleo y qué parte de la deuda del Reino Unido asumirán los escoceses. Salmond supone que ser irracional sobre los términos del divorcio no sirve al interés de nadie, pero subestima el impacto psicológico. Nadie puede predecir las consecuencias.
Tampoco es obvio por qué Escocia ganará el ingreso temprano y automático en la UE. Otros estados europeos con sus propios movimientos separatistas -especialmente España- tienen pocos incentivos para aceptar un acuerdo rápido. La única certeza es la incertidumbre, a un alto costo para Escocia y el Reino Unido. La fuga de depósitos y dinero de Escocia esta semana es un presagio.
Tiene que haber una mejor manera. Gran Bretaña necesita una nueva solución política que aplique en el ámbito local lo que predica en Europa: la subsidiariedad. Durante demasiado tiempo, el gobierno británico impuso una política basada en que "Whitehall sabe mejor" en las naciones y las regiones. Más descentralización es la respuesta, pero no a cualquier precio. Cameron y sus colegas londinenses deben manejarse con cuidado en los próximos días. Dista de estar claro cómo Ingaterra, la potencia preponderante, cabría en una unión federalizada en la que Escocia gozase de cualquier regalo político que no fuese la independencia.
Todo gira en torno de la votación del 18 de septiembre. Todavía queda tiempo para recordar a los escoceses y el resto del Reino Unido lo mucho que se han beneficiado de ser británicos. Gran Bretaña es sinónimo de una visión amplia e integradora del mundo. La unión es algo precioso, no una pavada que deba dejarse de lado. En una semana, los escoceses pueden votar con un sentido de ambición a fin de construir a partir de estos éxitos. En lugar de replegarse en el tribalismo, pueden seguir siendo parte de una nación arraigada no sólo en la historia y la cultura, sino en un destino común que durante tres siglos ha sido tan útil a todos.

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