El piano seduce a China

El pianista chino Lang Lang es un fenómeno: extravagante y confiado, parece combinar el virtuosismo romántico del siglo XIX con la energía erótica de una estrella de MTV. Desde que irrumpió en la escena internacional hace casi una década, otros pianistas chinos lo siguieron, ganando importantes concursos y gran renombre. Los nombres más conocidos son sólo la punta del iceberg. En los últimos quince años, en China se observa un explosivo interés en la música clásica occidental y especialmente en el piano, que está al borde de convertirse en una manía o un culto colectivo. Se calcula que son entre 30 y 35 millones los chinos que estudian ese instrumento. Cuando mencioné ese número a un grupo de músicos del país oriental, esperaba que la consideraran una paranoica exageración occidental; muy por el contrario, comentaron que les parecía que la cifra es mayor.
La pregunta es qué hay detrás de este fenómeno y cuál es la explicación para este grado de fervor musical. Una visita al Conservatorio Central de Música en Beijing, donde estudiaron Lang Lang y muchos otros, me brindó algunas señales. El conservatorio fue fundado en 1940 y está compuesto por dos sectores distintos. Primero conocí un edificio moderno, magnífico según los estándares de la mayoría de las escuelas de música. Cada sección (cuerdas, viento, piano) tiene su propio pequeño pero elegante auditorio. En el área de piano, cada estudio de enseñanza cuenta no con uno sino con dos Steinways. Claramente, la escuela y el aspecto de la vida cultural que ella representa, es sumamente importante para las autoridades chinas. Una clase de música que presencié fue interrumpida por funcionarios que venían del departamento de cultura de Beijing y que querían saber si la profesora estaba satisfecha con el establecimiento.
Detrás de los edificios nuevos, la parte original de la escuela consiste en encantadoras estructuras tradicionales chinas que rodean un sereno patio. El recinto simétrico crea una sensación de estética calma, pero fue allí donde la Revolución Cultural, la campaña de Mao Zedong contra los valores burgueses, llegó al conservatorio en 1966. Al igual que en todo China, los maestros eran golpeados y humillados por los estudiantes, los instrumentos destruidos y la mayoría de los docentes fueron enviados a "rehabilitación".
Pero antes de ese terrible período, hubo otra etapa en la relación de China con Occidente. Nadie personifica o resume mejor las distintas fases que atravesó la historia musical reciente en el país que Zhou Guangren, uno de los más distinguidos miembros del conservatorio.
Zhou, que a principios de los ochenta era reconocida como la dama del piano en China, es una mujer cálida y muy gentil. Su inglés es perfecto, al igual que su alemán. Nació en Alemania, donde su padre estudió ingeniería. La familia volvió a Shanghai cuando ella tenía cuatro años y su amor por la música clásica occidental se nutrió con los discos que se escuchaban en su casa.
En 1953 la convocaron para incorporarse al Conservatorio de Beijing. Y fue uno de los pocos músicos autorizados a viajar por todo Europa oriental. Pero en 1958, con el intento de China de transformar su economía, llegaron el hambre y la Revolución Cultural.
Fue enviada al campo sólo por un año porque recibió el llamado de la esposa de Mao, Jiang Qing, que quería organizar una escuela de música basada en los principios comunistas.
La música occidental durante ese terrible período estaba casi totalmente prohibida; el actual interés por ella en parte se debe a esa privación. Zhou, que fundó escuelas de piano y programas de capacitación docente en los últimos años, cree que el amor por el piano ahora proviene al menos en parte de una necesidad de sensibilidad emocional y belleza. Ese instrumento, y especialmente su repertorio romántico del siglo XIX, ofrece delicadeza, expresividad y sutileza.
Pero la propia historia de Zhou nos recuerda que antes de la represión maoísta hubo un breve período de modernidad en China, que recibía un fuerte interés desde Europa. El actual entusiasmo por la música en parte representa una reconexión con ese pasado interrumpido.
También hay otras razones menos elevadas para esta locura por el piano en China.
Durante la Revolución Cultural, el piano estaba condenado como instrumento de la burguesía para la excelencia, y ahora en un irónico giro, funciona como un símbolo de movilidad social y logro de la clase media. En China no hay ninguna ambivalencia en el llamativo consumo o a mostrar señales de éxito. Más es mejor: más riqueza, mayores logros, mayor reputación, más glamour.
El mundo de la música también es descaradamente competitivo. Los niños comienzan sus clases de música a los tres años y practican varias horas al día. En la era de la política de un hijo, los chicos son atesorados y mimados; y al mismo tiempo, los padres invierten todas sus ambiciones en su descendencia. Los métodos de enseñanza también tienden a ser autoritarios o, al menos a brindar amor severo.
Pero los resultados de esa disciplina a veces son extraordinarios. Shanghai con frecuencia es considerado el verdadero centro de las actividades de piano en China. Durante una visita al Conservatorio de Música de Shanghai, conocí a Keng Zhou, el enérgico director artístico del Festival Internacional de Piano de Shanghai. Allí fui autorizada a escuchar a tres de los mejores alumnos de su esposa Beihua Tang, que es uno de los más destacados profesores del conservatorio. El más chico tenía siete años y, si bien sus pies apenas llegaban a los pedales, no sonaba diferente a Vladimir Horowitz. La incongruencia entre mirarlo y escucharlo era extraña. Los dos otros tenían 11 y 12 años y podrían tocar como solistas perfectamente en cualquier concierto del mundo.
El culto al piano en China parece zanjar la diferencia entre la alta cultura y la baja cultura, entre el atractivo popular y la estética de élite. Queda por verse si esto es una fase cultural pasajera. Mientras tanto, claramente hay placer y presión para tocar música y, entre los 35 millones de chinos que estudian piano, sin duda habrá algunos que podrán brindar una nueva inyección de vida inesperada a una gran tradición musical.

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