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FT | La cárcel china del Covid: la cuarentena

La política china de Covid cero emplea el rastreo de contactos, test constantes, la cuarentena en las fronteras y los confinamientos para frenar la transmisión del virus.

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Una vez finalizada mi primera cuarentena, me trasladé a un hotel en el centro de la ciudad mientras buscaba un apartamento. Pero durante mis primeros días de libertad, mi código QR no se escaneaba correctamente al entrar en los edificios. Alguien, en algún lugar, había escrito mi nombre de pila como Tnomab. (La letra "n" está junto a la letra "h" en un teclado QWERTY, lo que explica la primera errata. La "b" era un misterio).

Hasta que conseguí entender qué pasaba, tuve que negociar para tener acceso a cualquier sitio. Por lo demás, la vida en Shanghái parecía sorprendentemente normal y costaba imaginar cualquier tipo de trauma derivado del confinamiento de dos meses en primavera. Los relucientes centros comerciales de la ciudad estaban bien abastecidos. Una noche me aventuré a ir a un bar de la calle Nanjing, donde tuve que negociar para entrar y donde el whisky se servía a raudales. Un hombre me explicó que calculaba que el 90% de los chinos estaba de acuerdo con la política del gobierno.

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Covid Cero

Esta estrategia, conocida como política de Covid cero, consiste en aislar lo máximo posible el virus. Emplea el rastreo de contactos, los test constantes, la cuarentena en las fronteras y los confinamientos para frenar la transmisión del virus en la comunidad en cuanto se detecta un caso. Es agresiva y sólo podría imponerse a largo plazo en una sociedad autocrática con los mecanismos de vigilancia masiva ya establecidos. A pesar de que la tasa de vacunación de China es de alrededor del 90%, no hay una fecha para poner fin a esta política. Las autoridades la justifican recordando el gran porcentaje de población en edad avanzada del país y sus insuficientes recursos médicos.

Unos días después, recibí la primera llamada telefónica. "¿Hablo con Tnomab?", preguntó un hombre. Tardé algún tiempo en descifrar la palabra, que no existe ni  en inglés ni en chino. Habían detectado un caso positivo en el bar. "¿Estaba usted allí?", me preguntó.

Podría haber negado que yo fuera Tnomab, pero Tnomab y yo compartíamos el mismo número de pasaporte. No tenía que hacer la cuarentena, me dijo el hombre, pero debía pasar desapercibido. Las probabilidades eran escasas, dado que ese día sólo se habían registrado 18 casos en Shanghai. Además, no estaba claro si la persona contagiada había coincidido conmigo la misma noche. Al día siguiente, las autoridades volvieron a llamar para decirme que estaban de camino. Intenté negociar, pero no domino el arte de hacerlo con alguien que asegura que cumple órdenes.

Llegada al centro

Cuando el autobús llegó por fin a su destino, muchas horas después, nos bajamos en silencio. A cada uno de nosotros se le pidió que confirmara su presencia en la "lista de nombres". En la oscuridad, allí estaban en la página, las únicas letras alfabéticas en un mar de caracteres chinos: Tnomab William Hale.

Calculan que el 90% de los chinos estaba de acuerdo con la política del gobierno

A cada uno se le asignó un número de habitación. Otra persona que llegó, a la que me referiré como Residente 1, me acompañó por las instalaciones. Señaló tres hileras de alambres por encima de las vallas azules que marcaban el perímetro. Sin llegar a ser alambre de púas, guardaba algún parecido. Sacudió la cabeza, casi entre risas, y por un momento, en medio del cansancio, sentí una grata sensación de camaradería.

La vista de nuestros alojamientos nos impactó. Las instalaciones consistían en filas ordenadas de lo que podría describirse como barracones, cada uno de los cuales contenía cajas parecidas a un contenedor de transporte. En el lateral de algunas de las hileras se había pintado un gran animal sonriente. Era difícil saber cuántos cubículos había en total. La iluminación exterior fluorescente parpadeaba y había una cámara colocada con una vista de cada puerta. Ninguna de las dos estaba apagada.

La mayoría de nosotros nos quedamos en la entrada, observando nuestro nuevo entorno. "No hay agua caliente", gritó alguien. De repente me percaté de que allí no había niños. Un trabajador con traje de protección llegó para repartir unos fideos instantáneos.

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Dentro de mi cubículo había dos camas individuales, un hervidor de agua, un aparato de aire acondicionado, un escritorio, una silla, un cuenco, dos paños pequeños, una pastilla de jabón, un edredón sin abrir, una almohada pequeña, un cepillo de dientes, un tubo de pasta de dientes y un colchón enrollable del grosor de un guante de cocina. 

El suelo estaba cubierto de polvo y suciedad. Todo el lugar temblaba al caminar, cosa que pronto dejé de notar. La ventana tenía rejas, aunque podías asomarte. No había ducha. Cuando comprobé la conexión a Internet, era 24 veces más rápida que la de mi hotel de Shanghai.

La rutina diaria era la siguiente. A primera hora de la mañana nos despertábamos con un ruido parecido al de un cortacésped, que en realidad era una máquina desinfectante para uso industrial que rociaba nuestras ventanas y escalones de entrada. Las comidas se servían a las 8 de la mañana, al mediodía y a las 5 de la tarde. Alrededor de las 9 de la mañana, dos enfermeras con trajes azules de protección venían a hacernos pruebas PCR.

Mantuve una estricta rutina personal: estudio del idioma, trabajo, almuerzo, trabajo, flexiones, listas de reproducción del grupo Future Islands, ajedrez online, lectura o episodios de The Boys en Amazon Prime, en ese orden. Esto se intercalaba con una limpieza constante para mantener el polvo a raya. Mi fe en el poder de la rutina se reforzó cuando me di cuenta de que otros residentes habían dejado de tomar su desayuno, dejándolo en los escalones exteriores. El sonido se filtraba fácilmente entre los cubículos, y podía oír a la gente paseando por la noche. Tuve suerte. Al menos, mi trabajo consistía en observar lo que ocurría, en lugar de simplemente experimentarlo.

La cama estaba compuesta de un marco de hierro y seis tablones de madera, y el colchón era muy delgado. En cuanto a la cama, era imposible recostarse en condiciones. Me recordó el libro Matilda de Roald Dahl, en el que la directora encierra a los niños revoltosos en una habitación en la que no pueden ponerse cómodos. Con el tiempo, descubrí que envolver el edredón creaba un respaldo.

Siga la crónica en La cárcel china del Covid: la liberación.

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