Trump y la política en el siglo XXI

El mundo de la política quedó estructuralmente lento: ni las venerables instituciones de los siglos XVIII y XIX ni las supranacionales creadas en el siglo XX a su imagen y semejanza pueden seguirle el ritmo a la realidad del siglo XXI.

Hay una pronunciada diferencia de timing entre una red interconectada de ciudadanos que reciben, comparten y procesan en tiempo real la información y los modos de debate, decisión y ejecución de los gobiernos.
Tal como observó Mc Luhan hace 50 años, la política continúa brindando respuestas de ayer a los problemas de hoy. Se entera última, resuelve despacio y produce tarde.

En nuestras mentes contemporáneas modeladas por el zapping y el videoclip, habituados como estamos a tomar el celular y encontrar exactamente lo que queremos en un par de segundos, aquella pesadez erosiona la autoridad moral de los tres poderes: urge adecuar las constituciones a los cambios para que puedan seguir siendo el resguardo más perfecto de la libertad.

Los políticos, que de tontos no tienen un pelo, también se dan cuenta de que los pusieron a correr con el caballo más lento y se hipnotizan con las encuestas, que se vuelven su canal predilecto de contacto con lo que pasa allá afuera. Y en lugar de hacer lo que deben, hacen lo que otros les dicen que agradará a un supuesto gran público.

Además, las encuestas a veces fallan.

Donald J. Trump proviene de un mundo distinto. Predominó en la elección norteamericana porque no razona como los políticos profesionales ni tiene ese delay que hoy se percibe en aquellos. Tampoco permitió que las encuestas torcieran su pensamiento. Las favorables le sirvieron durante las primarias para presentarse dentro de su partido como el candidato con mejores chances ganadoras. Las desfavorables durante las presidenciales para obligarlo a trabajar más duro o para corregir su equipo. Fueron una herramienta de trabajo, no un modificador de ideas o principios.

Los comentaristas y analistas lo emplazaban a ser alguien distinto: más de aquello, menos de lo otro, peinado, corbatas, chistes, modos, etc. Le proponían hacer lo que otros candidatos a la hora de las elecciones: fingir ser algo que no son.

Momento cruel de la carrera de los políticos, cuando la presión del entorno y el miedo les tuercen el brazo y tienen que empezar a decir cosas que no piensan, ser quienes no son y hablar diferente a como lo hicieron siempre. Dientes, pelo, ropa, lipo, botox, dieta, liftingà vayan y pasen. Pero cuando se entrega la conciencia ya no hay cómo recuperarla.

Trump en cambio nunca dejó de ser él mismo. Con espontaneidad, humor y frontalidad demostró a su público que era alguien auténtico y con el coraje de expresar lo que pensaba sin atender a las agresiones del sistema.
Agregó así a lo genuino una dosis enorme de coraje cívico convirtiéndose en el caballero andante de los que casi no tienen voz en el exasperante presente de la corrección moral, cultural y política.

Es que el proceso globalizador aparejó un gran malestar existencial en muchas comunidades, familias y personas, generándoles una sensación de ajenidad en la propia tierra. Se sienten extranjeras en su lugar en el mundo, que lo consideran ganado con los esfuerzos y sacrificios de ellos y sus padres para construirlo, defenderlo y enriquecerlo.

Ya no pueden poner sus propias reglas de convivencia, ni rezarle a Dios del modo que cada una prefiera, ni educar a sus hijos conforme a sus costumbres y valores, sin tener que soportar que las tilden de retrógradas o xenófobas o que una elite de iluminados las aleccione desde arriba de un pedestal.

Sufren un desasosiego que no logran poner en palabras, ya que sus percepciones y miradas son reprimidas por ese correctismo agobiante que no sólo es político sino que también abarca la religión, el arte, el deporte y hasta la comida: lo que no se encuadra en el mainstream globalizado (incluyendo las aparentes disrupciones controladas y alentadas para que no parezcamos el Brazil de Terry Gilliam) es objeto de desprecio, sorna y caricaturización. Todos debemos beber el mismo café latte y más vale que nos guste.

Ellas se identificaron fácilmente con su hoy presidente pues el entorno también les reclamaba que dejaran de ser quienes eran y dejaran de decir lo que pensaban.

La comunicación permanente y directa mediante rallies políticos presenciales y un uso intensivo y perfecto de las redes sociales le permitieron a Trump recibir también el feedback adecuado para poder conocer, interpretar y expresar a su público.

Mi profesión y la suerte me dieron la oportunidad de tratarlo personalmente desde algunos años antes de que comenzara su campaña y durante ésta. Comprobé una y otra vez, y ahora viendo su ejercicio presidencial, que nunca dejó de ser él mismo ni por un minuto.

Trump ganó la elección porque de verdad quiso y quiere ser el mejor presidente de la historia de los Estados Unidos. La pasión que puso para comunicarlo y los riesgos inéditos que asumió (es incalculable todo lo que puso en juego) convencieron al electorado de la sinceridad sin cortapisas de ese anhelo.

Hoy ya a cargo del timón, Trump hará todo lo que esté a su alcance para lograrlo. Por el lauro en sí, para qué negarlo, pero sobre todo porque Trump realmente quedó conectado a fuego con quienes lo consagraron, comprendió su realidad, la encarnó y va a dejar todo para mejorarles la vida.

El nuevo presidente norteamericano genera lealtades porque él mismo es leal: no abandona a los suyos ni pierde el vínculo. Vamos a ver muchos encuentros directos entre Trump y los ciudadanos a lo largo de su mandato. Si lo conozco algo, juraría que la única preocupación que hoy pasa por su mente es evitar que la presidencia lo aísle de los ciudadanos. Algo que él no permitirá que suceda.

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