Nuestros chorros

Los políticos son todos corruptos. Desde que existe la democracia, quien accede a una mínima porción de poder, la usa para hacerse de una diferencia. Los diputados, los punteros, los miembros de consejos escolares, los jefes de las organizaciones sociales, los concejales, los senadores nacionales, sus asesores, los ministros, los secretarios, los sindicalistas, los Presidentes y hasta los cocineros y porteros de Palacio tienen algo en común: son todos ladrones. O, cuando no son ladrones, son cómplices silenciosos, porque entienden que ese es el costo de pertenecer: tolerar como una picardía el desvío de miles de millones de pesos hacia destinos oscuros, mirar para otro lado, hacerse los desentendidos. Está en su naturaleza. Es la esencia de la democracia. Es la política: un asco.
Escrito con mayor o menos delicadeza, el párrafo que antecede ha sido, durante un siglo y medio, uno de los caballitos de batalla de pensadores antidemocráticos, de partidarios de golpes militares, o directamente de fascistas, franquistas o nazis. Las proclamas fundantes de los golpes militares han hecho hincapié, siempre, en los rasgos corruptos supuestamente esenciales a la democracia. Sin embargo, en los últimos años se ha producido un cambio muy curioso. Quienes sostienen ahora que los políticos son corruptos por definición no son los golpistas, ni los fachos sino, al contrario, un grupo de personas que dicen esas cosas, supuestamente, para defender la política, y que se sienten democráticas y progresistas. Es algo muy llamativo, pero ocurre de manera cotidiana: militantes, intelectuales, profesores universitarios, actores que, ante la difusión de un hecho de corrupción cometido por un referente de su sector político, lo justifican con el mismo argumento que, historicamente, sirvió a los golpistas: "Así es la política", dicen. Lo habrán escuchado a menudo.
Algunos pronuncian la frase como quien revela un sobrentendido, una obviedad que, sin embargo, solo es accesible a los ojos de los avispados o de los cuadros, una categoría cuya definición se ha vuelto un tanto huidiza en el período k. Otros lo expresan con resignación. E incluiso hay quienes lo sostienen con admiración: sin ellos, nuestros chorros, seríamos mucho más débiles, son los que se ensucian, desagradables pero imprescindibles. En todos los casos, lo utilizan como un argumento central de su retórica: ya que todos los proyectos políticos son corruptos, hay que dar vuelta la página, no sorprenderse, ni siquiera mirar esas nimiedades y juzgarlos por aquello que los diferencia, no por aquello que los iguala. Además, agregan, la verdadera corrupción, la que importa, es la de los otros, la de las corporaciones privadas.
El último episodio que disparó esos argumentos fue la aparición del impactante video donde se puede ver al hijo de Lázaro Báez contando fajos y fajos de euros y dólares, junto a un grupo de socios de avería, en una cueva de Puerto Madero. La historia se puede contar con el viejo método del guión teatral. Primer acto: Lázaro Báez es un empleado de un banco de provincia. Segundo acto: Conoce a Nestor Kirchner. Tercer acto: Lázaro Báez firma contratos de obra pública. Cuarto acto: Lázaro Báez compra estancias, autos, es multimillonario, nada en dinero. Quinto acto: Lázaro Báez construye la bóveda donde va a descansar para siempre Nestor Kirchner y es una de las pocas personas incluidas en la comitiva que rodea a la viuda, cada vez que quiere ver en persona los restos de su difundo esposo. Sexto acto: Báez paga cientos de millones por habitaciones que no ocupa en un hotel de la familia Kirchner. Séptimo acto: el hijo de Lázaro Báez cuenta billetes en una cueva financiera.
Tal vez el próximo acto encuentre a Lázaro y su hijo prófugos en algún lugar del mundo o presos, o ministros. Pero sea como fuere, es necesario hacer un enorme esfuerzo para no ver que la historia mancha directamente a la familia de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Frente a esa evidencia, la grey kirchnerista pone en marcha varios mecanismos de defensa ya muy recorridos y fáciles de distinguir. El primero de ellos, consiste en poner en duda los hechos más evidentes. No hay sentencia judicial, dicen. Es un artilugio muy débil. El movimiento de derechos humanos, por ejemplo, pedía juicio y castigo a los culpables, a los que identificaba con nombre y apellidos, mucho antes de que la Justicia se expidiera. Hay veces que no es necesario esperar ningún veredicto para ver las cosas como son.
El segundo mecanismo consiste en enumerar casos de corrupción cometidos por enemigos, preferentemente por empresas como La Nación, Clarín o de la familia de Mauricio Macri. Es raro que hagan eso. Si consideran que sus enemigos son moralmente despreciables, compararse con ellos, ¿no los iguala? ¿no es una confesión de parte? ¿no los invalida como proyecto político?
El tercer mecanismo es el que intenta echarle la culpa a la naturaleza de la democracia y no a la degradación moral de sus líderes. "Es la política", dicen. Una de las así llamadas periodistas militantes lo esgrimió la semana pasada en el programa Intratables. "Decime que proyecto político no es corrupto. Yo no me peleo con la realidad, porque soy periodista". Algunas personas incluso consideran la corrupción como un elemento positivo. Si las otras fuerzas tienen el apoyo del establishment, está bien que los nuestros roben. Eso nos pone en igualdad de condiciones.
Son chorros. Pero son nuestros chorros.
Ese recorrido tiene algunos inconvenientes. El primero es moral aunque, como se sabe, se trata de un terreno relativo: si a alguien le gustan los ladrones, o unos ladrones más que otros, la libertad es libre, salvo que cometa él algún delito. El segundo problema es funcional. La mayoría de las personas trabaja duro para ganarse su vida. Entonces, es razonable que tarde o temprano termine un poco fastidiada cuando ve que sus gobernantes amasan fortunas con su plata. Y entonces, el proyecto político se debilitaría. Basta ver lo que le ocurrió a Fernando Collor de Melo y a Carlos Menem en los noventa, y a los líderes del PT y del kirchnerismo en esta última década. No se puede tapar el sol con una mano, o al menos no todo el tiempo, y no en una sociedad abierta. El tercero es la dosis de resignación que incluye en personas que recién empiezan el largo recorrido de la militancia por convicciones.
Pero el principal daño es social: el elogio o la defensa de los ladrones termina debilitando la democracia. No hay nada más antipolítico que el argumento según el cual la política es igual a traición, a cinismo o a corrupción. Si la política se transforma en el territorio natural de la corrupción, puede ocurrir que sea repudiada por el pueblo. Cuando se dice, como si tal cosa, que la política es una inmundicia y hay que acostumbrarse a eso, celebran aquellos que no son democráticos.
La degradación moral de la dirigencia kirchnerista llevó a la militancia a afirmar estas barbaridades. Y es un gran favor para quienes, desde hace años, sostienen que la democracia es el paraíso de los ladrones.
En su libro The Cicles of American History, el historiador Arthur Schlessinger Jr. intentó establecer la teoría de que la corrupción era, principalmente, un producto de gobiernos conservadores. El texto fue publicado a principios de los noventa, cuando el mundo entero giraba en esa dirección. Los argumentos eran, o parecían ser, sólidos. Decía: "Existe una tensión permanente entre capitalismo y democracia, una batalla continua entre los valores capitalistas la santidad de la propiedad privada, la maximización del lucro, el culto del libre mercado, la supervivencia del más apto y los valores democráticos como igualdad, libertad, responsabilidad y bienestar general, objetivos a ser promovidos, cuando es necesario, mediante la regulación de la propiedad y la restricción del lucro (...) Cuando la riqueza es más importante que el bien común hay una natural propensión hacia la corrupción. Cuando los objetivos sociales son más importantes, el gobierno tiende a ser idealista. Los idealistas tienen muchas fallas, pero es rro que roben. Durante el New Deal, el gobierno nacional gastó más dinero que nunca antes, pero hubo una notable ausencia de corrupción (...) Cuando lo que domina es el interés privado, la moral pública es muy diferente. Muchos hombres de negocios, que sirvieron a gobiernos conservadores, son gente íntegra. Pero no tienen ningún escrúpulo en utilizar la autoridad para abastecer sus propios intereses. Hacen lo que les sale naturalmente".
La experiencia del kirchnerismo demolió esa teoría, al menos en la Argentina. No solo la corrupción se instaló desde la cúspide misma de su sistema, sino que logró la indiferencia, luego la minimización, más tarde la justificación y, finalmente, la complicidad, incluso de sus militantes. Para no mencionar su activismo en contra de quienes denunciaron hechos probados. La plata, además, en algún momento, comenzó a aceitar todo: solo así se explica la estampida que se produjo cuando empezó a escacear.
El resultado es que ahora, finalmente, gobiernan quienes creen en la santidad de la propiedad privada, la maximización del lucro, el culto del libre mercado, la supervivencia del más apto.
Y a aquellos que, mientras se reivindicaban progresistas, encubrieron a ladrones, no les va a ser sencillo denunciar las irregularidades del nuevo Gobierno. Los recuerdos están frescos y son demasiado terribles.
La historia nunca termina.
Pero el camino para que la sociedad vuelva a creer en valores tan manoseados por un grupo de vivos, va a ser realmente muy largo.
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