Crisis y decadencia de la negociación salarial

La discusión de los salarios de los convenios finalmente revelaron su esencia en la que siempre los ajustes fueron tripartitos, con la fuerte presencia del Poder Ejecutivo y la sensación de que se estaba luchando por la puja distributiva con un horizonte ponderable.

La política se ocupó de desnudar a los protagonistas en pleno escenario, y con ello quedó demostrado, que gran parte de lo ocurrido fue una escenificación de una obra ya ensayada y preconcebida para que se presentara como una realidad. No estoy seguro que todo haya sido una parodia, y eso se debe a la habilidad de la dirigencia sindical para sacar la mayor ventaja posible, y de las necesidades de la dirigencia empresaria, en el sentido de propender a la paz social, y así lograr planes previsibles de producción y de productividad.

En los últimos dos procesos de negociación resurgieron los resabios fascistas que dieron origen a nuestro modelo sindical y a su relación con el Estado y en especial, con el Ministerio de Trabajo y el Poder Ejecutivo. En rigor, bajo la excusa de defender los intereses profesionales de los trabajadores, y de mejorar como política de estado a redistribuir la riqueza en procura de una nueva ecuación más igualitaria, se manipuló la relación con los gremios forcejeando con las negociaciones paritarias, que primero creyeron en un verdadero proceso de redistribución y de mejora de los ingresos más bajos, pero luego se vieron sistemáticamente enfrentados con la necesidad de cubrir la inflación que deterioraba en forma sistemática los básicos convencionales.

En alguna medida, cuando comenzó la gestión K se pensó en un plan de crecimiento en donde no se creía en la inercia de un eventual derrame en beneficio de los sectores de menores ingresos y por ende, en los más vulnerables. La teoría del derrame (en inglés: Trickle-down effect) se basaba en que los frutos del crecimientos penetran en las capas más carenciadas a través de las fuerzas del mercado, en virtud de una mayor demanda de mano de obra y aumentos en la productividad y en los salarios. Se afirmaba que aún cuando los mercados fueran insuficientes para generar estos efectos, el crecimiento debía ser la base económica necesaria para que los gobiernos pudieran reducir la pobreza y la desigualdad con medidas destinadas a corregir la distribución del ingreso implementando un sistema impositivo progresivo y de prestaciones sociales para los más carenciados.

La estrategia económica de la década del 90 estuvo enmarcada en la teoría del derrame, es decir, en la idea de que el crecimiento automáticamente fluiría desde la cima de la pirámide social hacia abajo, para muchos sin necesidad de una intervención estatal a favor de una mejor distribución del ingreso. Con una importante dosis de tragedia y de frustración, la historia demostró que el crecimiento económico, aún el obtenido, no se transforma automáticamente en desarrollo social. El Papa Francisco ha deplorado y criticado el sistema como ineficaz, a pesar de lo cual se volvió a insistir en el mismo modelo desde comienzos de la gestión K, con los resultados a la vista.

En alguna medida la aplicación del derrame inducido es la idea fuerza por que se estableció un proceso ideado desde el Ministerio de Trabajo por el cual se podría favorecer la negociación colectiva, desplazando la base salarial con aumentos muy superiores a la inflación del Salario Mínimo Vital y Móvil. La ventaja del sistema era que los salarios evolucionarían sobre la inflación real, y sobre todo, tomando como piso el mencionado Salario Mínimo Vital y Móvil. Los perjudicados en este proceso fueron los mandos medios, al producirse el solapamiento (overlapping) entre las categorías superiores de los convenios y los mínimos de la jefatura.

El Ministerio de Trabajo era con distintas vicisitudes la voz que trasmitía informalmente los niveles de aumento que eran apreciados desde la política económica año tras año, como la fórmula para generar una fuerte transferencia de los ingresos más altos de la escala en beneficio de los pactados en las paritarias y en los convenios colectivos.

Las distorsiones se produjeron dentro de sectores que operaron como privilegiados, que recibieron beneficios superiores a la media del resto, y a la fuerte caída de la productividad originada fundamentalmente en el ausentismo, la conflictividad individual y colectiva, y en especial, el aliento por parte de los gremios más combativos de formas ilegales y generalmente violentas de acceder a los beneficios o aumentos, en contra de la voluntad empresaria, o extorsionando a los inversores en una maniobra de pinzas que se desarrolló desde los gremios aliados con los ministerios específicos que influían sobre determinadas empresas o sobre actividades económicas específicas.

El resultado fue inevitable, como un placebo, la metodología creó el mito de que se negociaban los salarios libres dentro de las paritarias, y que los aumentos otorgados sobre la inflación eran sustentables a los fines de lograr mayores ingresos reales de los grupos laborales más postergados. Todo se fue transformando hasta tocar tierra, y enfrentar a los ideólogos con la frustrante realidad del retroceso, la caída de los ingresos, y el aumento de la pobreza.

Hoy podemos comprobar que diez millones de pobres muchos de los cuales son trabajadores beneficiados por los convenios colectivos, no ha sido eficaz para mejorar la distribución del ingreso, si no se dan presupuestos fundamentales para el progreso sustentable.

El voluntarismo aún el bien intencionado no puede suplir la calidad y solvencia de las instituciones, y la política no puede manipular arbitrariamente las causas y efectos impuestos por las leyes básicas de la economía y de los mercados. El derrame puede no ser un efecto natural del crecimiento si no se lo ayuda desde la inversión, el crecimiento sustentable, y la calidad institucional en beneficio de la democracia y para preservar la república.

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