ANÁLISIS

Un presidente sitiado

El sorpresivo resultado de las PASO 2001 ha abierto una crisis con final abierto y todavía difícil de prever. La celeridad con que el gobierno cerro filas alrededor de un esquema de poder basado en el desplazamiento de los responsables más directos de la derrota no ha bastado para devolver a la sociedad un horizonte medianamente previsible. La incertidumbre acerca del futuro sigue siendo el dato central y determinante del clima de sensaciones y expectativas de la sociedad.

La presencia en el núcleo del gobierno nacional y de la provincia de Buenos Aires de figuras con experiencia probada en la gestión de gobierno, curtidas en triunfos y adversidades, permite prever hacia noviembre un gobierno mejor orientado y acaso más dispuesto a hacerse cargo del previsible empate institucional que veníamos pronosticando en nuestra columna de la semana anterior a las elecciones (Vid. La sociedad ante un nuevo empate institucional, EL CRONISTA, 6/9/21).

El resultado electoral actualizo, en efecto, una situación recurrente en la experiencia argentina contemporánea. Una vez más, una coalición electoral exitosa ha vuelto a tropezar -elecciones de medio termino mediante- , con la dura prueba de la realidad. La etapa de las expectativas ha vuelto a dar paso a una etapa de emergencia, en la que una sociedad desencantada expresa sin concesiones su indignación a través de la única herramienta a su alcance: el voto popular.

A una etapa de entusiasmos y apertura, basada en el principio esperanza, sucede, casi con violencia otra etapa, basada en el principio de realidad. A un momento de unidad en la diversidad, inspirado en la confianza en las convicciones comunes, sucede otro momento, en el que las restricciones y los fracasos desencadenan ajustes de cuentas que agitan las pasiones y vuelven a enfrentar a los fragmentos dispersos. Los devuelven a su estado de naturaleza, previo a los pactos que permitieron acceder al poder.

La noche del domingo 12/S, no fue para el Presidente y su núcleo duro de colaboradores y aliados muy diferente de aquella noche de 1987 en la que Raúl Alfonsín sintió que su sueño de un Tercer Movimiento histórico se estrellaba ante la ofensiva combinada del nuevo peronismo renovador que le arrebataba de un solo golpe 17 provincias. Fue un momento seguramente tan dramático como el que vivió Fernando de La Rúa cuando en el 2001 vio desmoronarse el espejismo de una democracia "a la d' ", elegante y glamorosa, para sentir el vértigo de una crisis que arraso la convertibilidad y el sistema político. Una experiencia traumática, seguramente similar a la que vivieron en el verano del 2008, los Kirchner la noche del "No positivo" de Julio Cobos o la de la derrota en las elecciones intermedias del 2009, cuando un outsider como De Narváez sepulto de modo abrupto las expectativas hegemónicas del primer gobierno de CFK.

La experiencia es la misma: un Presidente desorientado, bajo efectos del golpe psico-físico de un choque abrupto con la realidad, institucionalmente sitiado por propios y extraños, sin capacidad de otra respuesta que la de replegarse a sus bases ultima de sustentación.

Nada nuevo o más bien nada que el país no haya vivido antes. Nada que hasta los propios protagonistas de la crisis no hayan vivido ya antes. Nada que Alberto Fernández, Cristina Fernández de Kirchner o Sergio Massa no hayan vivido ya antes en épocas anteriores, aunque siempre presentes en sus biografías y vivencias políticas profundas.

La fuerza de las coaliciones electorales, gestadas en función de la necesidad de abarcar electorados plurales y de extrema heterogeneidad suele ser, en efecto, inversamente proporcional a su capacidad posterior, a la hora de gobernar y de encarar la tarea hacerse cargo de las responsabilidades de gobierno. Para medir el costo de este desfasaje entre expectativas y realidades baste acaso recordar la experiencia de la Alianza De la Rúa-Alvarez y su catástrofe a la hora de gobernar sin el auxilio de la magia de las promesas de campaña. El precio por pagar es inmenso. Ya antes puso en riesgo el equilibrio del sistema político y abrió incluso la perspectiva abismal de la ingobernabilidad.

La crisis desatada la noche del 12/S dejo también al descubierto la provisoriedad de los equilibrios internos del Gobierno. Evidencio sobre todo su falta de ideas y sus dificultades para contener el tipo de tensiones centrifugas que se desatan a la hora de concretar las promesas iniciales. Una cosa es prometer y otra cosa es realizar.

El nuevo gabinete nacional y su correlato bonaerense parecen haber operado, al menos en un primer momento, como una suerte de transfusión de energía vital, apresuradamente operada desde las bases del peronismo territorial. Los nuevos ministros nacionales y provinciales provienen de las filas de un peronismo curtido y experimentado en crisis similares o aún peores. Difícilmente puedan ser "conducidos" por el Presidente o la Vicepresidenta. Sus títulos políticos son previos y acceden a la función bajo el impulso indignado de gobernadores de provincia y barones del Conurbano. El modelo político-electoral del FdT ha fracasado y ha comenzado a esbozarse un nuevo modelo político-gubernamental de alternativa, de perfiles aun del todo no definido.

El tiempo disponible es mínimo y parten con la desventaja de una derrota electoral en toda la línea. El peronismo de Fernández-Fernández ha sufrido, sobre todo, una profunda derrota cultural, de alcances tan importantes como la ya experimentada en 2019 por la coalición de JxC. Esto es, una derrota que pulveriza valores, consignas, promesas y, sobre todo, ejemplaridades. A ambos lados del espectro político: todavía sin ventajas netas para nadie.

En la medida en que la coalición en el gobierno intente gestionar la crisis desde la perspectiva de una profundización de sus premisas iniciales de campaña, con más de lo mismo, lo más seguro que el deterioro de sus apoyos electorales continúe profundizándose, hasta niveles inaceptables de riesgo.

En esta instancia vuelven a plantearse los interrogantes que surgen de la propia infraestructura institucional del presidencialismo y su falta de flexibilidad para asumir sobrecargas críticas con el único fusible de la figura presidencial. Por el momento el sistema parece funcionar. Ante la derrota electoral, ha caído el gabinete Cafiero y lo sustituye el gabinete Mansur. Como en cualquier país en la que la democracia funciona. ¿Sera suficiente este expediente institucional para preservar a la institución presidencial y permitirle una función diferente de arbitro y moderador de las crisis, única posible en el contexto de una democracia cada vez más impaciente, indignada y exigente?

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