ESCENARIO

La Argentina frente a una muy lenta agonía

En uno de sus temas más recodados, canta La Bersuit: "Se viene el estallido". La canción, que en su momento fue premonitoria de la crisis de 2001, no corresponde a este momento de la Argentina. Hace un buen tiempo que algunos respetados observadores y analistas económicos vienen pronosticando un estallido, que al final nunca termina de ocurrir en la dimensión vaticinada. Sin embargo, la buena noticia no lo es tanto, ya que el declive avanza a paso firme: a pesar de que la (supuestamente inevitable) crisis terminal parece postergarse una y otra vez, el espiral descendente a través del cual se profundiza nuestra decadencia permanece indemne. Es que postergar la crisis no soluciona ninguno de los problemas de fondo, que siguen sin ser afrontados. De hecho, estos problemas van creciendo, retenidos en una olla a presión, gracias a la acumulación de parches, restricciones, cepos y otros mecanismos que permiten "ganar" tiempo. El peligro consiste en no advertir la magnitud del descalabro que estamos incubando.

La situación es extremadamente frágil por donde se la mire. Las reservas netas del Banco Central están prácticamente en cero; a pesar del ancla de las tarifas y el dólar oficial, y los controles de precios, la inflación no cede y el IPC de enero volvió a marcar un 3,9% de aumento; las distorsiones crecen cada vez más por el efecto de los precios regulados; hasta ahora el entendimiento con el FMI trajo un alivio muy acotado, y la brecha cambiaria sigue siendo de aproximadamente el 100%, desincentivando las exportaciones; el Riesgo País supera los 1700 puntos; y de cara al futuro, la deuda con los bonistas, que se acaba de renegociar, ya parece insostenible. A su vez, el caos de esta semana en las calles de la Ciudad de Buenos Aires, con marchas masivas organizadas por las organizaciones sociales, demuestran como esta fragilidad económica se refleja en términos sociales.

Sin embargo, al final del día, y a pesar de los pesimistas vaticinios, aunque la crisis es permanente y destructiva, el estallido no ocurre. La amplia red de asistencialismo que despliega el Estado contiene los conflictos sociales; los diciembre incendiarios que año tras año se pronostican se evitan gracias a una inyección extra de recursos; las corridas cambiarias, que siempre parecen fulminantes, no terminan por sepultar al peso desatando una hiper (el mayor de los miedos) y la falta de dólares en las arcas del Banco Central se "controla" con nuevos cepos (cada vez más descabellados, como el fin de las cuotas para viajar al exterior) o simplemente con suerte (aumento del precio de los commodities). De una forma u otra, Argentina termina "zafando". No siempre el pasado es el mejor espejo para interpretar la situación presente, por lo que, dados los monumentales desequilibrios y el frágil entorno, es imposible descartar que el estallido pueda eventualmente ocurrir pronto, pero lo cierto es que hasta ahora los pronósticos extremos afortunadamente fracasaron.

Nadie puede desear que se desate un estallido social, económico y político, similar a la hiperinflación de 1989/1990 o la crisis de diciembre de 2001, pero lo cierto es que este tipo de experiencias traumáticas obligan a los gobiernos a tomar decisiones y cambiar el rumbo. En la Argentina actual, en cambio, lo que se vive es una larga agonía, ante la mirada pasiva de las distintas administraciones que se suceden en el poder, que solo intentan ganar tiempo y sobrevivir. Aunque parezca que este escenario es mejor que el de un quiebre traumático, ambos son igual de dantescos. La sensación de que se puede seguir "aguantando" es tal vez lo más peligroso, porque más tarde o más temprano el hilo se corta y la situación se torna realmente insostenible, a pesar de que los pronósticos hasta ahora fallaron en el cuándo.

A pesar de que el costo de oportunidad por no cambiar es cada vez mayor, el gobierno sigue percibiendo como más costoso enfrentarse al desafío de corregir los desequilibrios. Así, no hay horizonte de mejora, el rebote económico es vendido falsamente como crecimiento, y el acuerdo "light" con el FMI en el mejor de los casos (si se aprueba y efectivamente se cumple) puede servir para dar algunos pasos demasiado tímidos hacia la normalización, pero sin abandonar la mediocridad en la que nos encontramos. Lo que no debe perderse de vista es el costo de la mediocridad: en Argentina cuatro de cada diez personas son pobres (entre los jóvenes las cifras de pobreza son aún mayores) y el país arrastra una década de estanflación.

Lo paradójico de esto es que la administración liderada por el presidente Fernández crea que el costo político de cambiar es mayor a pesar de la dura derrota que acaba de sufrir en los últimos comicios legislativos. Ni siquiera ese duro golpe disparó cambios profundos en la gestión. El Frente de Todos no solo mira como la Argentina se hunde cada vez más en el barro, sino que también se vuelve un espectador de lujo de su propia muerte anunciada: no son pocos los miembros del gobierno nacional que off the record reconocen que en 2023 se resignan a ser derrotados de nuevo, con la tibia esperanza de conservar la gobernación de la provincia de Buenos Aires. ¿Qué tiene que ocurrir, entonces, para que el sentido de urgencia se vuelva más nítido? Increíblemente el peronismo parece preferir que gane el otro, antes que hacer lo que hay que hacer.

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