EN PRIMERA PERSONA

Malvinas, a 40 años de la guerra: ¿quién nos habla aquí de olvido, de renuncia o de perdón?

Se cumplen 40 años de la guerra de Malvinas. ¿Se puede cerrar una herida de infancia que es, al mismo tiempo, una de las tantas cuentas pendientes de un país?

Mi mamá, tendiendo las sábanas en la terraza al unísono con Doña Ñata, nuestra vecina de medianera y esposa del único médico del barrio, mientras el sol del mediodía rebota en las venas negras de brea de la azotea de la casa familiar. Debe ser principios de abril, porque las recuerdo eufóricas, comentando las primeras noticias del frente.

Mi compañerita María de las Nieves, llorando en un rincón del segundo patio del colegio, ahí donde una podía escabullirse de la dictadura de la alegría ejercida por las monjas. Debe ser mediados de mayo, con las escaramuzas ya consideradas guerra, porque la recuerdo desesperada por la suerte de su hermano conscripto.

Mi mano, dibujando espirales de tinta azul sobre el rostro versión cómic de Margaret Thatcher hasta agujerar el suplemento especial publicado por mi Billiken de cabecera. Debe ser fines de junio, porque recuerdo mi espalda encorvada, mis dientes apretados, mi mente encallada en un loop que repite: "Tras su manto de neblina...".

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De repente, vuelvo a tener 7 años. Y esos fotogramas de mi memoria se proyectan -superpuestos, incompletos, traicioneramente vívidos- en la pantalla donde estoy leyendo la invitación a cubrir la primera salida del Norwegian Sun por América del Sur, en diciembre de 2015. Es que el itinerario de 14 días, con leven anclas desde Buenos Aires, incluye a las Islas Malvinas.

Atardece. La estela del buque hiende las aguas del río de la Plata que, con el reflejo del sol, semejan un derrame de aceite oxidado. Atrás queda Buenos Aires. Y la silueta de sus rascacielos es un troquel contra el cielo fugazmente malva.

Al 90% de los 1.930 pasajeros le hace ilusión contemplar los santuarios costeros de vida silvestre de uno de los lugares más remotos del planeta: la mítica y feraz Patagonia. Desde luego, ese compendio de maravillas naturales, imposible de hilvanar en un recorrido por tierra de apenas dos semanas, no deja indiferente a los argentinos que figuramos en la nómina de viajeros. 

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Más nos estremece saber que Malvinas es la única escala explícitamente condicional del trayecto, debido a la situación meteorológica extrema todo el año y su incidencia en las particularidades del descenso, que sólo puede suceder en tenders dado que el puerto no tiene suficiente recalada para que atraque el paquebote que traslada el equivalente a la población de las islas. 

"Lo que crees, creas", parece ser el mantra compartido entre un grupo de compatriotas new age que espera un guiño del destino que les permita, al volver a casa, sumar otra anécdota que demuestre que Dios es argentino.

Seis días después de zarpar, y por primera vez en las últimas 48 horas, el Sun navega con la placidez de los videos promocionales. Es un buen augurio. Son las 5.30. Me incorporo despacio, camino lento hacia el balcón y, mirándome la punta de los pies, corro los cortinados. Recién ahí, vista al frente: la 'hermanita perdida'. En verdad, las primeras estribaciones parduzcas de ese archipiélago yermo, compuesto por más de 200 islas, que sigue siendo una de las (tantas) heridas abiertas de nuestra Historia.

Camino al meeting point, chequeo que tengo a mano el ticket que me asegura desembarco preferencial para el tour Falklands Battlefields, un circuito off road que luego combinaré con una caminata, a mi aire, por la ciudad de casas bajas y coloridas clavadas en la costa Este de la isla Soledad. Entonces, el anuncio del capitán. Destino cancelado. 

¿Por qué, si es un amanecer de viento apenas testimonial y marejada chicha? Regreso a cubierta. Al trote. No es suficiente: viramos y nos alejamos tan rápido que las Malvinas ya parecen esos espejismos de ruta caliente...

Cuando, menos de media hora después, clama el viento y ruge el mar, empiezo a entender. Me lleva casi el resto del día -que transcurro aturdiéndome con clases de origami, bachata, y una siesta larga-, comprender. Y, confieso, se me va lo que queda del viaje en aceptar. Recién entonces puedo decirle a esa niña, que perdió la inocencia política a sus 7 años, que un deseo no cambia nada, pero que una decisión lo cambia todo. Y nos prometo volver.

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