El consumidor es el que redefine las fronteras reales del libre comercio

Las diferentes percepciones que generó en la opinión pública el acuerdo político sellado entre la Unión Europea y el Mercosur para avanzar en un marco de libre comercio responde al ideario productivo moldeado por 80 años de proteccionismo. Para muchas personas y empresarios, hay un modelo de desarrollo que tiene como máxima premisa el "Vivir con lo nuestro", bautizado así por el reconocido libro del economista Aldo Ferrer. Esa fórmula apunta a un desarrollo interno con el que se generen todas las riquezas (empleo, pesos para el Estado, bienestar de su población) que necesita el país. En esa concepción, el consumo pesa más que la exportación, pero tiene un eslabón suelto: con el paso de los años, la receta que se hizo popular en los '70 subestima la cantidad de dólares que hoy necesita la economía, un factor que ha ido creciendo con los años de la mano del déficit fiscal y su consecuente financiamiento externo.

Pero también hay otros factores que fueron cambiando esta concepción. El principal es el peso combinado de la globalización, la innovación y la tecnología, que creó una categoría de bienes universales que no se producen en mercados estancos, sino en aquellos donde los costos los hacen más competitivos. A ese nivel, los consumidores dejan de ser "nacionalistas" (si es que en algún momento lo fueron) y demandan los tope de gama, por moda, por gusto o por simple deseo de tener lo último. Cuando países como la Argentina dejan de ser competitivos, importan esos productos y transforman a la industria que compite con ellos en obsoleta. Las empresas que los fabrican pierden mercado, rentabilidad, ingresos, capacidad de inversión. En lugar de expandirse, se achican.

Para crecer de manera sustentable, la Argentina tiene que generar productos exportables. Se puede ser competitivo por diseño o por creatividad, elemento que se vuelve un valor agregado adicional. Pero no hay despegue si no hay mejores costos que permitan competir contra el mundo. Un acuerdo de libre comercio sirve para eso: dos regiones aceptan reducir aranceles de ingreso a sus productos, aunque como el más chico (el Mercosur en este caso) siempre tiene el beneficio de ceder una apertura gradual, de diez a quince años.

La historia de aperturas comerciales pasadas hace pensar más en las consecuencias negativas que en las oportunidades. Lo que debe hacer el empresariado ahora es articular los mecanismos que impidan una ventaja excesiva, pero sin olvidar que cuando alguien ofrece un bien o un servicio mejor, tarde o temprano esa competencia llegará a nuestro mercado. El consumidor lo quiere así. La oportunidad que abre este acuerdo es una puerta a millones de compradores europeos a los que nuestros productos (alimentos, sobre todo) les resultan atractivos. Esa ventaja llegó para quedarse.

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