Como en el final de los ’90, el riesgo es enamorarnos otra vez de la decadencia

Vale para Macri, Massa, Stolbizer y Altamira pero también para Daniel Scioli. La sociedad argentina necesita que le digan la verdad. Y que se la digan con la mayor crudeza posible. Por más que los Durán Barba, los Bendixen o los Carville les rueguen a sus candidatos que, durante la campaña, no anticipen lo que van a hacer.

Ya bastantes mentiras tenemos en la Argentina actual. No sabemos cuánta es la inflación ni sabemos la cantidad de pobres. No hace falta ser egresado de Harvard para comprender que la economía del país está mal. Sólo hay que caminar las calles para descubrir los efectos de la recesión, de la nula creación de empleo privado, del gasto público desperdiciado o mal asignado y el impacto de la presencia famélica del Estado allí donde debe estar. Mucho más presente en las escuelas y en los hospitales que en el déficit de Aerolíneas o en la propaganda electoral del fútbol televisado.

Al final de la década del 90, los argentinos elegimos a los candidatos que proponían seguir en la convertibilidad del uno a uno y desechamos a aquellos que nos invitaban a cambiar. Y elegimos la comodidad del statu quo cuando era evidente que un cambio era necesario. Y así nos fue. Quince años después, con situaciones diferentes, la opción es la misma. Cambiar lo que está mal. Más allá de qué presidente lo haga y de qué sector político sea el que gane en las elecciones el derecho a gobernar. Lo peor que nos podría suceder es enamorarnos, una vez más, de la decadencia.

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