La muerte de Bush recuerda a la generación que venció al populismo

A medida que los estadounidenses recuerdan los extensos logros del fallecido George Bush, su primera hazaña aún se destaca. Fue el piloto más joven de la Marina estadounidense. Sigue siendo el último presidente de EE.UU. con experiencia en combate. La conmemoración que le hicieron en el velorio no sólo es para un hombre, sino también para una generación que dedicó sus mejores años a la Segunda Guerra Mundial.

De todas las teorías detrás del auge del populismo, el paso de "la generación más grande" en los altos cargos y entre el electorado es un tema poco discutido.

La experiencia del trauma no siempre infunde una aversión al riesgo. Pero después de haber vivido a través de lo que parecía que iba a ser la ruina de la civilización, ese grupo del Occidente no jugó con ideas peligrosas después de 1945. Los obituarios que atribuyen la cautela de Bush a su crianza "WASP" (estadounidenses de raza blanca, ricos y bien conectados) o a la Iglesia Episcopal no toma en cuenta el efecto formativo de la guerra.

Para ver lo que sucede cuando las sociedades se vuelven imprudentes, sólo hay que observar la situación actual. Lo que une al ex asesor de Donald Trump, Steve Bannon, con los disturbios de los chalecos amarillos de Francia y los partidarios más feroces del Brexit en el Reino Unido no es sólo su deseo de derribar el orden existente. Ellos creen que los problemas económicos transitorios son lo peor que podría pasar.

Ninguna de estas personas desea activamente el derrumbe de la civilización. Simplemente subestiman la posibilidad de que esto suceda como un resultado inadvertidode sus acciones. Es lógico. Las consecuencias no deseadas, la precariedad del orden, el impulso independiente de las ideas: tener en cuenta estos peligros requiere haber vivido una historia más amarga que la que está disponible para la mayoría de las personas menores de 90 años de edad.

El hecho de que la fiebre populista en la política estadounidense haya estallado en la década de 1990 es muy relevante ya que sucedió cuando el poder pasó de la generación de la guerra a sus hijos. Newt Gingrich, ese comerciante que deseaba romper todo, fue el primer presidente de la Cámara de Representantes nacido después de la Depresión. Él consideró lo que sus antecesores vieron como una comunidad de adultos en contra de los extremos, como un Washington venal listo para una "revolución". Una vez más, no es tanto la malevolencia como la inocencia lo que desconcierta: la suposición de que la vida real viene con un fusible o seguro a prueba de fallos listo para desactivar una aventura ideológica si se descontrola.

Sería bueno condenar la imprudencia de estos líderes populistas y dejarlo así. El problema es que la gente vota por ellos. La pérdida generacional de la precaución es un fenómeno masivo, no sólo uno de la élite.

En cierto sentido, Bush sí tuvo la "la cosa de la visión" de la cual él alguna vez se burló. Se necesita visión para ver la fragilidad del orden. Incluso en momentos de triunfo, sintió el potencial de una tragedia, por lo que no humilló a los soviéticos en 1989 ni saqueó a Bagdad en 1991.

La pregunta es de dónde surgió tal vigilancia. Se necesita un Freud o un Shakespeare para entender la motivación humana. Tal vez los escritores de obituarios tengan razón al insistir en la prudencia estoica de su infancia. Pero eso no explica por qué millones de sus pares generacionales que no tuvieron tal crianza votaron, en nación tras nación, en década tras década de la era posguerra, por varios tipos de estabilidad. Lo que compartían era una experiencia juvenil de las consecuencias de una ideología enloquecida.

Quizás el Occidente estaba listo para acoger a los extremistas una vez que esta generación se desvaneciera y llevara consigo sus experiencias instructivas.

El orden social es, hasta cierto punto, autocancelable. Cuanto más tiempo existe, más se da por sentado. Los eventos históricos que advierten contra tal complacencia pasan de la memoria viva al folklore y después a algo que se asemeja a un rumor. Las ideas que habrían hecho que sus antepasados temblaran se vuelven creíbles, incluso emocionantes. Sólo hay que considerar la alegría grotesca ante la perspectiva de la guerra en Gran Bretaña en 1914. Desafía la comprensión, hasta que recuerdas que el país no había experimentado un conflicto masivo desde la época napoleónica.

Podríamos estar viviendo una versión (hasta ahora más suave) del mismo fenómeno: una apertura a los extremos políticos nacidos de la distancia histórica de su último ensayo y error. La implicación de este argumento es tan sombría como el propio argumento. Para que el Occidente redescubra su aversión a las ideas descabelladas, tal vez deban probarse hasta que fracasen.

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